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Tribuna
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El Rey

La estrategia del golpismo criminal, basada en el desprestigio del sistema político establecido en la Constitución de 1978, conoce en las últimas semanas una actividad inusitada. La propaganda del golpismo pretende salpicar a los partidos políticos e instituciones representativas de sospechas. Pero dentro de esta burda intentona hay un objetivo cualificado en el que se están empleando generosos recursos: el desprestigio de la figura del Rey. José María de Areilza y Pedro Lain denuncian hoy en sus artículos esta mendaz campaña y sitúan la figura del Rey don Juan Carlos en el contexto que todos los ciudadanos ya conocen de exquisito respeto a la legalidad constitucional vigente.

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Nosotros y el Rey

Se ha desatado en formas insinuantes y subterráneas, y en términos públicos y ofensivos a la vez, una campaña de ataques sistemáticos contra la figura de nuestro Jefe del Estado. No son una novedad este tipo de vilipendios personales en la lucha política. Las destrucciones de una imagen relevante de la colectividad nacional, lo que se llama en Estados Unidos character assasination, forma parte de los recursos más innobles de la contienda por el poder. Ahora se ha escogido al joven Monarca de la más joven democracia del Occidente europeo como blanco de injurias y de sospechas que puedan manchar la impecable conducta constitucional de Juan Carlos I.No es fortuita esa maniobra difamatoria, ni dejan de ser claras las razones de quienes la dirigen. Los tiros por elevación van destinados al edificio de la Constitución misma. Lo que se trata de aniquilar es el sistema de nuestra vida pública presente, y para ello hay que comenzar por debelar la clave del arco de las instituciones democráticas. El Rey es la garantía funcional de que la continuidad del régimen de libertades está asegurada. Ante la opinión occidental europea y americana, esa identificación no ofrece duda. La rencorosa campaña ahora desencadenada, y que tiene sus máximos inspiradores en el seno de los más insólitos estamentos, es perfectamente consciente de ese prestigio internacional alcanzado por nuestro primer mandatario y quiere, por eso mismo, quebrantar dentro de casa su indiscutible personalidad.

Al Rey se le ataca precisamente por los mejores servicios que ha prestado a la nación. El período de la transición ha sido -y es todavía- uno de los más delicados e importantes de nuestra historia contemporánea. España marcha hacia el porvenir pese a los agoreros del pesimismo nostálgico que sueñan con imaginarios saltos hacia atrás. La sociedad española progresa de modo irreversible en dirección a la modernidad y al mañana, a pesar de las dificultades y los obstáculos que la crisis económico-social del mundo pone en nuestro camino. El Monarca, cuando aún no era, estrictamente hablando, un Rey constitucional, supo adivinar y asumir el cambio necesario sin el cual el tránsito del autoritarismo a la democracia no hubiera sido posible sin grandes convulsiones y elevadísimo coste social. El comprendió desde el primer momento cuál era el camino a seguir y cuáles eran los límites mínimos a los que había que llegar para que la Monarquía se homologara con las demás del Occidente europeo en cuanto a su contenido formal. La Constitución de 1979 fue obra de un asenso político y nacional. Es el texto que consagra la renuncia definitiva a la guerra civil y al uso de la violencia como instrumento de la lucha política. Esa es su trascendencia y la radical importancia de su contenido. Las fuerzas políticas de la derecha y de la izquierda y las de la periferia nacionalista pactaron en ese documento la paz civil de España. No hubiera sido posible llegar a tal resultado sin la activa presencia de nuestro Rey en el Trono. El auspició el entero y difícil proceso y supo mantener la autoridad moral con su prudente y discreta firmeza a lo largo de esos tres años primeros de su reinado.

¿Qué se le reprocha al Monarca? ¿Su imparcialidad objetiva? ¿Su profundo respeto al ámbito estricto de sus facultades constitucionales? ¿Su resuelta defensa del orden legal y del poder constituido en la noche del 23 de febrero? ¿Su rotunda negativa a salirse ni un centímetro de la senda constitucional? ¿No ser un Rey de derechas ni de izquierdas? ¿Mantener una implacable equidistancia entre los líderes políticos y las alternativas que protagonizan? ¿No aceptar la existencia de camarillas palaciegas ni los validajes cortesanos? ¿Abrir el rnecenazgo social de la Corona hacia todas las vertientes de la cultura? ¿Tener junto a sí una Reina ejemplar y unos hijos telegénicos? ¿Ser un Rey de vocación iberoamericana?

Quizá se le ataque precisamente por todo eso. Algunos sectores minoritarios de la vida española creyeron firmemente que la Monarquía española era una simple opción ideológica de la extrema derecha. Confundieron los planteamientos históricos de una institución secular que por su intrínseca naturaleza es flexible y adecuada a las mutaciones sociales, con la identificación de esa causa con dogmatismos doctrinales, conservadores o reaccionarios, de índole parcial y divisiva. La Monarquía como forma de Estado sigue representando una opción instrumental válida en la Europa occidental de hoy, precisamente por no haberse convertido en portavoz o estandarte de una política determinada. La Monarquía británica, una de las más antiguas y estables del mundo, sería impensable si alguien la considerase como simple bastión del conservatismo inglés. La Corona británica ejerce otro tipo de función social y pública. Sirve de mito nacional que cohesiona los sentimientos a la vez dispersos y profundos de la pertenencia a. la colectividad. Atrae y difunde el flujo activo de la paradigmática familiar. Sujeta las antiquísimas y arcaicas tradiciones insulares. Hila con sutileza y contactos humanos los vínculos relajados del presente Commonwealth. Confiere honores. Ejerce funciones constitucionales precisas. Aglutina en el último escalón la jerarquía disciplinaria de las Fuerzas Armadas. No tiene pensamiento partidista propio. No existe ese factor a la hora de hacerse la prospectiva del panorama político del Reino Unido de los años próximos.

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El gran acierto del Rey de España ha sido precisamente ése: acentuar el inmenso y extendido campo de la influencia social de su personalidad sin tomar parte alguna en la dialéctica interior de partidos y grupos, manteniéndose al margen y por encima de las polémicas. Los que quisieron utilizarlo en sus tramas clandestinas se equivocaron de medio a medio. No había Rey para la conspiración. Sí había y hay Rey constitucional, Rey democrático, Rey de la paz civil, Rey occidental y europeo.

Las viles campañas contra el Monarca deben alentar a la ciudadanía española, a todos los partidos y fuerzas democráticas que constituyen el arco constitucional vigente. Es preciso defender nuestro sistema de convivencia legal contra sus reducidos pero influyentes enemigos. No contemplemos pasivamente esta confabulación a cielo abierto que se desarrolla ante nosotros. Sabemos -como lo saben ellos mismos- que su fuerza electoral es ínfima; que la mayoritaria voluntad de los votantes españoles rechaza su propuesta liberticida y despótica. Pero el peligro y el riesgo persisten. Y el síntoma premonitorio de la maniobra es el lanzamiento de esta ofensiva contra la suprema magistratura del Estado precisamente por haberlo convertido en un Estado democrático basado en el principio de la soberanía nacional.

Eso es lo que no se perdona. Que se haya establecido el cimiento de la convivencia nacional sobre la voluntad libremente manifestada de las opciones legales que actúan en la vida pública. Que se respete la libertad de expresión y las demás libertades fundamentales vigentes. Que se inspire en la protección de los derechos humanos el código de conducta de nuestros gobernantes. Que no se admitan injerencias solapadas o indirectas de fuerzas sociales que se agazapan en la oscuridad sobre la libre decisión de las Cortes generales. Que el chismorreo quede reducido a un simple ejercicio lingual sin trascendencia alguna en el negocio público. La impotencia y la frustración que almacenan los adversarios del sistema legal se traducen ahora en esas insidiosas cargas de profundidad cuyo lanzamiento se tornará más insistente a medida que se acerque la fecha de las elecciones generales. Porque un pronóstico es seguro. Y es el que me parece más importante y decisivo para el mañana. Sea cual sea el porcentaje que acuda a las urnas, el número de electores que aportará sus sufragios globalmente a las listas que defienden el orden democrático de la Monarquía constitucional resultará arrolladoramente mayoritario frente a las opciones que se ofrezcan como enemigas del sistema vigente, quiero decir como los picos emergentes legalizados de los icebergs subversivos y clandestinos. Y a partir de ese momento, y de ese recuento, las perspectivas del golpismo y sus campañas intoxicadoras descenderán radicalmente por encontrarse ante un anticlimax de la opinión pública comprobado estadísticamente.

El Rey ha devuelto al pueblo español el libérrimo uso de su voluntad soberana expresada a través de los cauces constitucionales. He ahí el pecado que se le reprocha. No ha asumido el cetro para meter en cintura a la nación. Las naciones libres no tienen cintura. Tienen cuerpo y tienen alma. Y su espíritu se llama la libertad para decidir su destino colectivo.

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