El rey de la noche
La primavera se acercaba. Y los jóvenes de aquella ciudad advirtieron que sus huesos empezaban a endurecerse con males súbitos y corrosivos, con dolores fulgurantes y torturadores, por todos los barrios, parques y lavabos, hasta que sus tambaleantes sentidos se precipitaron hacia el regazo maternal del pabellón deportivo del Real Madrid para presenciar el superconcierto de la época: Rock & Ríos.Y aconteció que los ojos contraídos y empañados por el ácido trote y el humo distinguieron que allí había desaparecido la red de hipocresía habitual, el ruido de invisibles nueces, la baba de infantiles golosinas. Todo era transparente. Y los ojos se iban en pos de las pantallas, donde nadie sabía todavía si la presentación corría a cargo de Pedro Ruiz o Carlos Tena. Y cuando al fin se supo, Rosa Chavez, Alfonso Cabeza, Raphael y Jesús Hermida hablaban ya de Miguel Ríos por las bocas de Martes y Trece. Hasta que aconteció la atómica explosión sin víctimas.
Hubo gente que vio surgir en forma de reptil amable y morado al viejo rockero, con pantalón de generosas rayas, ante el clamor anónimo y sin rienda. Era una hermosa estampa familiar, un reencuentro jamás interrumpido, una esperanza nunca vana. Miguel Ríos les daba la bienvenida a los hijos del rock. Y los hijos sintieron reblandecer sus huesos, descubrían su corazoncito, abandonaban tediosos paraísos y se dejaban querer por las fauces cariñosas del ídolo, hermano mayor, colega, padre, espíritu de un mediodía en mitad de las tinieblas. El era el rey.
Sudoroso, relajado, ducho en la caricia y en el difícil candor, cálido de voz, sabiamente inmerso en una banda formidable en la que no faltaba Thijs van Leer. El personal vibraba sin recorrer atajos ciegos, encendía cerillas, lanzaba blancos globos, bailaba por las buenas y coreaba toda la edificante caña.
Era ya creencia generalizada que los habitantes de aquella ciudad se habían agostado y eran sordos y fríos, que sus Ojos no podían distinguir a sus hermanos de otros sueños y que su tacto sólo funcionaba entre sombras. Miguel Ríos quebró creencia tal. Su fantasía espacial amasa un ámbito rarísimo, mezcla de plaza mora, congreso eucarístico, manifestación pacifista, guateque multitudinario, despedida de un barco.
Y baila sobre lo esférico con solidez inigualable. Y presenta sus temas nuevos: Bienvenidos, Generación límite, El blues del autobús, Reina de la noche. Y va de Al-Andalus a Extraños en el escaparate. Y se despide, antes de la propina propia, con un cóctel de apoyo solidario al rock madrileño: Topo, Asfalto, Leño... Y se permite una nueva versión, eficaz y nerviosa, del Himno a la alegría. Todo muy como por milagro, a conciencia, con el rigor de quien se sabe el único rockero de talla que ha dado este país.
Así pues, en el regazo otrora vomitivo nacieron árboles, brotaron fuentes de cada tumba, se reinventó la adolescencia y revoloteó de nuevo el deseo fraternal. El rey adelantó la aurora para esquivar el gesto de la muerte.
Babelia
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