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El balcón de la Huerta de San Vicente

Pueden destruir Granada, arrojarle encima rascacielos o basureros fétidos, pero no podrán arrancar de ella, a pesar de que ha transcurrido ya casi una vida, el aroma de Federico. Granada sigue oliendo a Lorca quizá porque Lorca supo echarse a Granada encima como una segunda piel. Se comprende que el poeta fuera como fue cuando se conoce la vega del Zujaira, la propia ciudad fantasiosa, la Alhambra innombrable, Fuente Vaqueros, Fuente Grande, todo un manantial de prodigios exactamente igual al que Federico llevaba dentro.Por Granada puede pasar la opresión, la astenia, la libertad, el entusiasmo, el depredador, el guerrero: es igual, Granada no podrá dejar de ser un caudal de imaginación que se desborda inevitablemente. No hay que olvidar que, como escribió don Diego Hurtado de Mendoza, "la decimos Granada por ser abundante". Incluso la mediocridad tenderá a parecer cautivadora engañándonos casi.

Cada uno de los pasos de la vida de Federico encuentra su cuna, su explicación justa, en Granada. No hace falta ir más lejos. Desde sus iniciales versos folklóricos hasta su surrealismo final, pasando por su último teatro lleno de pueblo en llamas, todo es producto granadino. Allí se comprende la alegría, el miedo, el inconformismo, la bondad y la derechura características de Federico. Lorca iba por la vida con los sentidos enhiestos, lo mismo que Granada. ¿La sensualidad de Federico, a quién se la debe sino a Granada?

Los poetas que visitan la ciudad siguen las huellas de Lorca como los niños seguían la flauta de Hamelin. Como en los buenos ritos, no importa la repetición; es más, esta es la que da sentido al peregrinaje.

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La Huerta de San Vicente es la clave de todo. El observatorio desde donde Federico seguramente contemplaba la vida. Allí está el microcosmos lorquiano en toda su plenitud.

Desde la Huerta de San Vicente hacia abajo se extiende la vega granadina como un mar fértil interminable. La casa, rodeada de una hectárea de terreno puntualmente sembrado, parece sobre todo preparada para el verano cuando el sol aprieta de verdad. Por eso prima el mosaico en suelos, paredes, en las escaleras que suben al piso superior, donde está la habitación de Federico. Flota en la casa una atmósfera de calma, un aire limpio inusitado, cierta ingenuidad y, desde luego, una suerte de resonancia de los sentidos, en especial la vista y el olfato.

La habitación de Federico es sobria. Una sencilla cama, una cómoda y una estupenda mesa de trabajo. Y, como un ojo siempre atento, el balcón; estrecho, penetrante, sobre el que parecen precipitarse las ramas de los árboles, todo un tropel de vegetación. Desde esa atalaya Federico debía contemplar la paz que se prolongaba sobre la Alhambra y el Generalife, y hacia la derecha, abajo, la vega.

Si la Alhambra es un habitáculo para el ejercicio de la sensualidad, la Huerta de San Vicente debió ser, en. pequeña escala, ámbito para la práctica de otra sensualidad, modesta, virtuosa, pacífica. La paz del canto de la chicharra, de la sombra fresca frente al calor agobiante, de un leve chorro de agua o de lectura de un libro ni demasiado antiguo ni demasiado moderno. Una paz en la que Federico había de encontrar los recovecos de la infancia. Para él, desde luego, algo imprescindible, como una especie de carga de batería para su posterior derroche de imaginación. ¡Cuántos adjetivos y metáforas lorquianas caben en la atmósfera de la Huerta de San Vicente.

Hoy, la huerta, con la casa cerrada, antes de que se convierta en museo, con la consiguiente pérdida de estado de gracia, se ha quedado lindando con el casco urbano: una horrible y confusa muralla de viviendas mal llamadas sociales que la especulación ha logrado incrustar a lo largo del camino de Ronda. Lo que se ve produce una sensación de sofoco y desorden difícilmente soportable. Si hoy Federico pudiera asomarse al balcón de su habitación de San Vicente, su vista quedaría nublada; no encontraría al fondo Alhambra ni Generalife alguno, sino sólo un bosque de viviendas indiferenciadas.

Como si en esa empalizada de hormigón tuviera nacimiento una ciudad distinta, que no es Granada, sino un espacio anónimo, caracterizado por el ruido infernal, el tráfico, el olor industrial, los cascotes. Lorca nunca estuvo allí.

Desde la Huerta de San Vicente se vive esa muralla como una agresión que se desplaza imperceptiblemente para el ojo humano, un mundo bárbaro que amenaza con engullir todo lo que encuentra a su paso. Este cerco se estrechó lo indecible en 1975, cuando la autoridad competente intentó demoler la huerta, salvada en última instancia por la presión nacional e internacional.

Pero, en cualquier caso, ya casi no vale la pena asomarse al balcón de Federico, porque, aunque se haya parado el golpe mortal, lo que desde allí se ve resulta una alquimia desastrosa: la sustitución de la Alhambra por bloques de hormigón con ventanas. Por eso es justo que el balcón de la Huerta de San Vicente permanezca cerrado. Sólo así es posible conservar el aroma de Federico.

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