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Tribuna:Un recorrido por los últimos estrenos
Tribuna
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Nuevas películas, viejas versiones rescatadas de la censura

Han cambiado más rápidamente los gustos y costumbres del público cinematográfico que la mentalidad de quienes programan los locales. Mientras los espectadores buscan una mayor información de las películas que se exhiben, los dueños de los cines quieren abarrotarlos desde el primer día. Cuando el espectador está reflexionando entre las numerosas novedades de la cartelera, la cuenta atrás de una película ha comenzado ya; puede ser retirada antes de que tome una decisión. Falta casi siempre una publicidad adecuada, un lanzamiento imaginativo. Ni la reciente costumbre de publicar fragmentos de algunas de las críticas aparecidas en los diarios sirve de mucho, puesto que una sola frase es incapaz de reflejar la opinión de una crítica extensa; incluso, a veces, esa frase está seleccionada tan hábilmente que ofrece un criterio contrario al del crítico. El público lo sospecha.Sufren con este panorama películas espléndidas que nacen con demasiada timidez. Podría ser, por ejemplo, el caso de Faraón, una de las más brillantes muestras de la cinematografía polaca, que en España sufrió en su primer estreno (1967) los rigores de una censura incapaz de tolerar que ni en los lejanos países del Este se planteara una seria discusión sobre la influencia de la Iglesia en concretos temas políticos. No se aceptó como coartada la ambientación histórica en el antiguo Egipto, a pesar de que ello sí permitió superar los escollos de la propia censura polaca. La primera exhibición española de Faraón no ofrecía más que una parcela de la película. Ahora tenemos por fin la oportunidad de acceder al trabajo íntegro de Jerzy Kawalerowicz, director .del que ya conocíamos, aunque también brevemente, otra de sus obras maestras, Madre Juana de los Angeles, que tuvo la fortuna de acceder a nuestro país a través de festivales de cine y, con ello, de hacer más tolerante a la censura. En la confusión de tanto título nuevo, Faraón corre el riesgo de no contar con el público al que va destinado.

Como también puede ocurrirle a la discutidísima Calígula de Tinto Brass, que se exhibe con escasa publicidad, aunque, en este caso, como forma probable de no despertar las iras de los sectores más conservadores de nuestra sociedad.

Caos dramático

No es Calígula, de cualquier forma, equiparable a Faraón. Tinto Brass está lejos de plantearse la rigurosa crónica histórica que hace el realizador polaco ni de desarrollar su tesis en el mismo tono didáctico que, sin abaratar la complejidad del mundo que retrata, la haga accesible a todo tipo de espectadores. En su lugar, el director italiano ha continuado esa línea supuestamente escandalosa que le caracteriza (no olvidar Salón Kitty), aprovechando de la historia de la antigua Roma sólo algunos elementos eróticos, utilizados ya anteriormente en el cine pomo con más ingenuidad que talento. La versión española de Calígula sólo se acerca tangencialmente a ese género, si bien incluye todo lo rodado por Tinto Brass y aun bastantes de los insertos añadidos posteriormente por los productores. Este Calígula respeta las intenciones originales del autor, manteniendo, por tanto, su caos dramático, la sinrazón de su proyecto y el oportunismo de sus escándalos.

Es un título, no obstante, que acerca la cartelera española a la de otros países. Están ya afortunadamente lejos aquellos tiempos en que poco sabíamos de lo que los espectadores del resto del mundo conocían escrupulosamente a tiempo. Es de destacar en esta breve relación de novedades la primera muestra del cine neozelandés que llega a España, ¡Vaya movida!, traducción absurda de su título original, Good bye, pork pie. ¡Vaya movida! no ofrece sólo la ocasión de ponernos en contacto con una cinematografía ignorada, sino la frescura de un nuevo realizador, George Murphy, poco solvente para sostener durante hora y media el brío de su. narración, pero suficiente para sorprendernos con la visión de un país cuya escalada de violencia tiene atributos que a los españoles pueden parecernos infantiles. La comparación que puede mantenerse entre nuestra violencia local y la que Murphy denuncia confiere a ¡Vaya movida! un cierto atractivo y una posibilidad insospechada que hace dudar sobre la clave exacta de la película, que, aunque se mueve también en el terreno del humor, aporta una perspectiva trágica sobre la vida actual.

Esa es también la intención del realizador norteamericano Sidney Lumet en El príncipe de la ciudad, donde proclama la vinculación de algún sector de la policía de su país con el tráfico de drogas. Proyecto que se ve obligado sólo al apunte y al inevitable desenlace ejemplar, porque tampoco la libertad de expresión en Estados Unidos corresponde a los términos que la película requiere. Lo que, de cualquier manera, no ha impedido a Lumet alargar su narración más allá de lo necesario, transformando El príncipe de la ciudad en una película que supera en minutos lo que aporta en datos o en interés dramático.

Riesgo de lo difícil

Este riesgo que frecuentemente corren los importadores seleccionando películas difíciles no suele prolongarse con el entusiasmo de los exhibidores. Tienen éstos más prisa. Quedan así ignoradas películas que sólo al cabo de los años son descubiertas a través de la televisión o por su éxito en el extranjero. Serán numerosos, por ejemplo, los espectadores de la Filmoteca Nacional que descubran esta semana el talento interpretativo de Antonio Casas, recientemente fallecido, a quien se dedica ahora un homenaje póstumo. O los que se admiren con el ciclo que los cines Alphaville comienzan mañana sobre la obra del genial Buster Keaton, sólo intermitentemente conocido.

Es amplio el riesgo de estos ciclos para quienes los promueven. El reciente fracaso del que se pretendía ofrecer sobre viejas películas de Hitchcock -que Madrid sólo conoció la primera entrega- ha disminuido, una vez más, el entusiasmo de distribuidores y exhibidores.

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