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Tribuna
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El mundo del arte por dentro

Manuel Vicent

El avión privado aterrizó en el aeropuerto de Barajas el viernes a las diez de la mañana. Bajaron tres pasajeros: un señor de sesenta años de quijada reluciente, una rubia atómica y un joven guardaespaldas marsellés. Al pie de la escalerilla les esperaba un Rolls-Royce alquilado por radio desde el aire. Tuve la oportunidad de acompañar a estos tipos en el coche a Madrid, para guiarles hasta la guarida donde estaba el cuadro de Gaugin. La muchacha sólo era un objeto decorativo en este asunto, cumplía la función de un búcaro de Sèvres. Al cruzar las piernas dentro del Rolls-Royce, sus muslos de pez espada relampaguearon en una nube de Nina Ricci. Tenía una bellísima cara de idiota. A la altura de la calle de Serrano, el jefe le firmó con cierta desgana un talón en blanco y la abandonó en la puerta de una joyería. El coche siguió adelante, con el karateca al lado del conductor.El amo de la expedición era un judío internacional que se hacía llamar Neuman con objeto de quitarse moscas de encima. Realmente, su verdadero nombre respondía al de un famoso coleccionista de pintura y marchante con casa abierta en París, Londres y Nueva York; un sujeto vestido todo de cachemir un poco ajado, con un halo de marfil, el ojo de halcón detrás de las gafitas redondas un poco caídas y ese brillo violáceo que se instaura en el filo de la quijada cuando uno ya es multimillonario en dólares. De esta forma el Rolls-Royce avanzaba hacia la guarida en un refinado silencio de todos.

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Estampas de una década.

Por su parte, el dueño del Gaugin estaba totalmente ajeno a la operación logística que se había montado aquella mañana en torno a la pieza. Diez días antes había dejado el cuadro a una amiga de confianza, marquesa o algo así, porque ésta le aseguró que tenía un comprador directo. Lo que en verdad hizo la marquesa fue entregar la mercancía sin recibo a un corredor volandero, de buena familia, cargando el precio con tres millones más. A su vez, el corredor depositó el Gaugin sin firmar nada en manos de un anticuario, después de fijar de palabra la tajada que pensaba sacar. El cuadro recorrió un circuito de dos galerías, el piso de un intruso, el despacho de una financiera, y en cada parada se le metió la correspondiente cuchara, hasta que pasó por la jurisdicción de un revendedor amigo mío. El dueño pedía quince millones de pesetas. Ahora valía 45. Una ristra de intermediarios colgada de la teta había multiplicado por tres el precio de la pieza, que en el último momento fue depositada en la caja fuerte de un banco para rodearla con un boato de seguridad e impresionar así al tío de la pasta.

Elegante mazmorra

Yo ni siquiera conocía el cuadro. Mi trabajo en esta operación sólo había consistido en conectar con el pez gordo, traerlo a Madrid y acompañarlo hasta el escenario donde iba a celebrarse la admirable ceremonia de desenvainar el talonario. Había llegado la hora. Aquella mañana del viernes diez personas interpuestas entre el dueño y el comprador estaban en vilo, sin conocerse más que en los eslabones inmediatos. Mientras se producían nerviosas llamadas por teléfono, cada una con su historia diferente, para notificarse que la operación estaba a punto de caer, el pájaro desconocido aterrizaba en Barajas, cruzaba de incógnitó la ciudad en Rolls-Royce y se metía en el subterráneo de un banco de la Castellana, donde el último enlace esperaba mordiéndose las uñas, equipado con un abrigo de caza mayor.

Un ascensor expreso nos condujo a todos hasta el tercer sótano y fueronse abriendo a nuestro paso cuatro rejas de la elegante mazmorra, hasta llegar al santuario acorazado. El enlace y el encargado del fortín, con dos llaves combinadas, dieron unas vueltas a la clave de la caja y sacaron el cuadro de Gaugin envuelto en goma espuma. Delicadamente la pieza fue desembalada, hasta que quedó apoyada en la pared de acero. Era un paisaje de Pont-Aven, de la época de la Bretaña. El judío internacional se cambió de gafas, se agachó para husmear la firma y la trama del lienzo. Luego, de pie, estuvo largo rato en silencio, observando intensamente la pintura a media distancia, todos en un hermetismo tenso en aquella profundidad a su. alrededor, menos el guardaespaldas, que silbaba. Finalmente, el coleccionista sonrió. Y dijo:

-Conozco el cuadro. Perteneció a la colección privada de Goering. ¿Qué piden por él?

-Cuarenta y cinco millones.

-Bien. Les doy dos millones. Es una cifra razonable, sobre todo si se tiene en cuenta que el cuadro es falso.

-Si es falso, vale 15.000 pesetas.

-Exactamente. Pero hay un detalle. Este cuadro es falso en las manos de ustedes. Cuando yo lo compre y lo incluya en mi catálogo será auténtico.

El judío internacional, famoso coleccionista y marchante de arte, dio media vuelta, se arrojó en el interior del coche, recogió en la joyería a su amante, aquel lujoso galgo rubio que había entrado a saco con amoralidad idiota en el reino de los cristalitos, y desde Barajas, en un Mystère plateado de su exclusiva propiedad, partió rumbo a Nalrobi para pasar el fin de semana. En la cola de la aduana se despidió cínicamente:

-Llámeme a Nueva York, dentro de ocho días, si considera que se puede hacer algo. Un millón para usted.

-Gracias.

-Recuerde que ese cuadro ya está quemado.

Esta es la primera lección del arte por dentro. Un cuadro tiene siempre un valor relativo si está fuera de su ambiente. El mercado del arte a escala internacional tiene unos cabecillas que mandan, dictaminan, peritan, convierten las obras auténticas en falsas, las falsas en auténticas, crean alrededor de cada cuadro un perfume exclusivo que atrae a los millonarios. Un cuadro es bueno o malo, despide distintas vibraciones estéticas y monetarias, según el lugar donde esté colocado.

El caso del sobrino del anticuario

Hace algunos años, un aristócrata conocido, el más duque de todos, entró en la tienda de un anticuario de la calle del Prado y se enamoró a primera vista de una pequeña tabla, de una Virgen con Niño, que el dueño tenía arrumbada contra la pared. En realidad esa tabla había sido pintada unos meses antes por un joven artista, sobrino del anticuario, especialista en dar a sus cosas una pátina del siglo XV. La madera olía todavía a aceite húmedo. El aristócrata, que en materia de pintura era un presuntuoso enfermizo, la quiso comprar a cualquier precio, y el anticuario amigo se negaba por las buenas, sin atreverse a confesar que la tabla era falsa, que la había pintado su sobrino, para no herirle en su vanidad. El aristócrata consiguió llevarse la pieza bajo su responsabilidad y, antes incluso de pagarla, la regaló al Museo del Prado, que, deslumbrado por la mano del donante, sin pensarlo más, colgó la tabla en sus paredes. Durante cuatro años pasó por un Juan de Borgoña y en el Museo del Prado fue reverenciada por expertos, diletantes y otros turistas. Después se deshizo el equívoco, pero la obra ya había cogido una nobleza de la que aún no se ha liberado.

Unos pintores sueltan todo su perfume en los museos; otros, sobre el sofá de un burgués; otros, en el despacho de un consejero-delegado; otros, en la buhardilla de un intelectual. Hay cuadros que reclaman la pared de una villa junto al lago Como, de Milán; hay lienzos que no son nada sin la sofisticación de un apartamento de Nueva York; hay obras que sacan su esplendor en una carbonera, en el cuarto de los trastos de una pobre viuda. Permítame usted que le cuente otro caso, para que se entere de cómo está el mundo.

Un día me llamó un ojeador de pintura para decirme que había descubierto esa bicoca con que sueña cualquiera que se dedique con manga ancha al negocio del arte: una abuelita que vivía sola, que tenía un Solana auténtico y que ignoraba su valor. Le dije que concertara una cita, a sabiendas de que esta clase de breva pertenece ya a la mitología. Así lo hizo. A las seis de la tarde, acompañado del tipo que había levantado la pieza, fui a ver el cuadro. Era el sexto piso de una casa sin ascensor, y eso quiere decir que llegué al último rellano con el bofe fuera. La escalera de madera crujía con estertores de ajusticiado aquel día de viento, y las paredes de la finca, apuntaladas con vigas de cemento, amenazaban ruina. No podía encontrarse mejor atrezzo para un Solana y una vieja de clases pasivas. A la tercera llamada del timbre oí pasos de babucha y una tos de bronquitis crónica en el pasillo. Una dulce abuelita, con toquilla, abrió la puerta y nos hizo pasar amablemente. En seguida

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El mundo del arte por dentro

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quiso invitarme a tomar café. Sentados los tres a una mesa camilla, bajo los trinos de un canario muy pelma, la señora me contó la historia del cuadro antes de que yo le echara la vista encima.

-Mi pobre marido era banderillero de la cuadrilla de Belmonte.

-¿Ah, sí?

-Y estaba este pintor, que nunca recuerdo como se llama.

-Solana.

-Eso. Que le gustaba mucho el chorizo y siempre venía a casa. Mi marido era de un pueblo de Logroño y en casa nunca faltaba el chorizo de la matanza.

-¿Recuerda cómo era el pintor?

-Alto. Corpulento él. Subía los peldaños de cuatro en cuatro, cantando fragmentos de ópera. Parecía un poco bestia.

-¿Y el cuadro?

-Se lo regaló. Una tarde en que mi marido había estado muy bien en la plaza vino con él a casa y lo dejó encima de la cama. De esto hace más de cincuenta años, no crea usted.

Pedí ver el cuadro. Para eso aún hubo que subir por una polvorienta escalerilla de palomar hasta un desván donde había un colchón, algunas cajas de cartón con periódicos, un cristo de ataúd y otras glorias de chatarrero bajo una bombilla de cuarenta vatios. El lienzo de Solana, sin marco, estaba cubierto de telarañas detrás de una maleta de mimbre, en el suelo. La dulce abuelita, tosiendo y suspirando, lo elevó con la mano y lo puso a mi alcance. Soplé sobre aquellas tres figuras de botero, y lo que sentí al instante fue una cosa terrible. Pero callé. El ojeador se me insinuó al oído.

-Parece auténtico.

-Lo es -contesté.

-¿Le gusta? -preguntó la dulce viejecita, sonriendo.

-Mucho.

-¿Cuánto puede valer?

-¿Usted qué quiere?

La vieja sacó en seguida una insospechada maña de experta y disparó al aire.

-Me he informado. Un profesor de violín, amigo de mi hija, me ha dicho que puede valer hasta cuatro millones de pesetas. Yo quiero un poco menos.

No quise sostener por más tiempo aquella situación embarazosa, demasiado cómica, y grité:

-Señora: este cuadro es mío.

-¿Se lo queda usted? -preguntó la abuela, haciéndose la tonta.

-Quiero decir que este cuadro es mío. De mi propiedad. Lo que oye.

Efectivamente, el cuadro era de mi propiedad. Yo se lo había prestado tres días antes a un corredor de pintura que acudió a mí, moqueando, con la promesa de que tenía un comprador para mis tres boteros de Solana. El cuadro pasó a manos del supuesto ojeador, que ignoraba la procedencia. Este montó el número de la abuela para dotar a la pieza de un gancho atractivo y se limitó a ofrecerme la oportunidad de desvirgar aquel nido de telarañas. La diferencia del precio era de dos millones contra mí.

En ciertas ocasiones, a un cuadro hay que rodearlo de miseria para que brille ante un comprador. Otras veces es el comprador el que se disfraza de pobre para conseguir una ganga. Hay enamorados que se trabajan la lágrima, el cuento de la pena para lograr el favor de la hija del granjero. Como un marchante de Madrid, millonario de arriba abajo, que viajaba a París en primera clase y en el hotel se despojaba del terno de Gales, de la corbata de seda natural y del zapato italiano. Sacaba de la maleta un traje arrugado para esta ocasión, se vestía con calzado polvoriento, se enrollaba el calcetín en el tobillo, se ponía una gabardina con lamparones de aceite, se dejaba de afeitar ese día, arriaba las cejas a media asta y, de esta forma, con la nuez peluda y despechugada, iba a visitar los estudios de Grau Sala, de Peinado, de Viñes y de otros pintores que, a la sazón, estaban lampando. El millonario se hacía pasar por un intelectual pobre, pero obseso por el arte, que se veía forzado a comprar por consejo del psiquiatra. De modo que estaba dispuesto a quedarse sin comer, a dejar aparcada a su mujer y a los hijos bajo un puente con tal de poseer veinte, treinta, cuarenta obras de cada artista a un precio a tono con su miseria, claro está. En cuanto lo veían llegar los pintores españoles de la escuela de París se llamaban por teléfono.

-Albricias. Que ha llegado el tío de la gabardina. Este mes nos toca comer caliente.

-Yo pienso subirle mil pesetas por cada cuadro.

-No fastidies, que le puede dar un cólico.

El mercado del arte limita, por arriba, con la Mafia, y por abajo, con la picaresca, todo envuelto en ademanes y ritos de extremada sofisticación. Cuando en las subastas extraordinarias de Londres y de Nueva York salen grandes piezas, en la suite de un hotel de superlujo, un día antes, tiene lugar una ceremonia secreta. Allí se reúnen los grandes marchantes internacionales y formulan entre sí un pacto de no agresión. El Foujita será para el japonés; el Monet, para el millonario sirio; el Picasso, para el representante del museo de California; el Bracque, para el judío de Ginebra; el Renoir, para mí; el Van Gogh, para ti; el Modigliani, para él. Con unos modales de guante de cabritilla que esconde un garfio de pirata, rodeados de rubias muchachas molonas, de negras exóticas recostadas en divanes como leonas de Etiopía, todo naufragado en un perfume diorísimo, los cabezas de serie en el mercado del arte imponen los gustos y los precios, fabrican prestigios y se zampan a los boquerones que se acercan al coto.

De ahí a la visión de algunas subastas de Madrid, llenas de morralla, donde se ve a dos gordas forradas pujando frenéticamente un cuadro falso, hay la distancia de años luz. En las subastas internacionales, el dinero maneja un lenguaje críptico yen torno a las grandes obras se citan los iniciados con una cautela exquisita. Hasta hace poco, las subastas españolas eran una fiesta social de puro habano, joyas de a puño en la pechuga de la mujer del constructor y un frenesí hortera por demostrar quién tiene aquí más dinero para ese Romero de Torres totalmente vulgar. El negocio del arte, hasta el otro día, en España, estaba en manos de gitanos y de marquesas. Cuando estalló aquí la moda de la pintura, los coleccionistas bajaban de la parcela y entraban en las galerías como en una farmacia de guardia.

-Póngame tres Redondelas, dos Beulas y un Palencia.

-¿Se los envuelvo?

-No hace falta. Son para tomar ahora mismo.

Tamaño natural

Felizmente, el panorama ha cambiado. Los coleccionistas españoles han aprendido. La crisis económica ha reducido la feria a su tamaño natural. Y los marchantes del terreno también han cogido pátina. En la muestra de arte contemporáneo que ha tenido lugar recientemente en Madrid se ha demostrado que en esto se ha llegado a la mayoría de edad. Quiero decir que a los marchantes españoles, después de algunos años, también se les ha puesto cara de decadentes, ese talante suavemente pérfido. Se les ha posado encima una mano de esteta intelectual con melena y bufanda, con lañas sobre las orejas. El arte moderno necesita esta clase de servidores, una gente refinada y amable que se mueva entre lienzos con pasos de ballet, en ese espacio donde el más tonto hace relojes de madera.

Han pasado los tiempos en que una galería dejaba un cuadro a un amigo para que, lo corriera y, por la tarde de ese mismo día, volvía el cuadro a la galería en manos de un extraño que lo ofrecía en venta al propio dueño por dos millones más. En la feria del arte contemporáneo era un placer contemplar a los nuevos marchantes en el trabajo estético de estar a la altura de la obra colgada. La muestra exhalaba un aire de sofisticación dentro de la belleza suprema del dinero. Entre vibraciones de Juan Gris, Tápies, Antonio López, Aligi Sassu, Picasso, Canogar, Ortega, Equipo Crónica, que emanaban desde los compartimentos de las galerías, había en los pasillos una música de bellas panteras, caballeros patinados, pintores vivos en traje de pana, artistas muertos disecados en la pared, el suave frufrú de los talonarios en flor. Luego, cuando la feria se pliega y las obras de arte se arrumban en el suelo y el marchante se agita entre ellas con una confianza de sacristán, el mundo interior se recompone.

-Oye: ¿qué vale este bodrio de Picasso? -Veinte.

-Te ofrezco siete.

-Vale.

Y el pichón se lo lleva puesto.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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