Una vez mas, Cataluña
El pasado encuentro en Sitges entre escritores de expresión catalana y otros de habla castellana con el loable propósito de establecer -una vez más- el tan necesario "diálogo de las lenguas" ha reavivado en la prensa el recuerdo de aquellas famosas jornadas de marzo de 1930 en las que se ofreció un aparatoso homenaje a personalidades madrileñas del mundo de la cultura que habían promovido o secundado con entusiasmo una Exposición del Libro Catalán en la capital de España en plena dictadura de Primo de Rivera como ostensible protesta a la persecución que aquel régimen había desencadenado contra la lengua catalana. El clima de euforia y cordialidad suscitado en los esperanzados y azarosos meses del Gobierno Berenguer pronto se disipó porque había en aquella exaltación un trasfondo político, si damos crédito al ex ministro Cambó, que en sus memorias aparecidas en abril de 1981 (y que ya van por la tercera edición) revela que el gran hombre de Estado y financiero de indudable catalanidad ayudó económicamente a la organización del agasajo tributado a los intelectuales madrileños y al montaje de la gran muestra bibliográfica de tres años antes surgida, aparentemente, de la iniciativa de La Gaceta Literaria, de Ernesto Giménez Caballero, que se benefició, también de los fondos cambonianos. Según aquel libro de recuerdos, uno de los expedicionarios, Luis Bello, periodista y, luego, diputado en las Constituyentes republicanas, en las que, por cierto, presidió la comisión parlamentaria dictaminadora del Estatuto de Cataluña, la mayoría de sus compañeros habían tenido interés en llegarse a Barcelona para conspirar con otras personas afines a su ideología con tra la Monarquía de Alfonso XIII, que, dentro de muy poco caería más como un fruto podrido que a consecuencia de las elecciones municipales del 12 de abril.Los actos barceloneses de la época de la dictablanda no dejaron huella. Puros fuegos artificiales. Al cabo de unos cuantos meses, los mismos autores de brillantes discursos pronunciados en aquel entonces parecieron olvidarse de lo dicho. Ortega y Gasset, en las Constituyentes, el 4 de septiembre del primer año de la República, ya se opuso al proyecto de la ley fundamental en la que se pretendía satisfacer, en cierto modo, las aspiraciones de catalanes y vascongados, criticando un proyecto que permitía Ia formación de dos o tres regiones, semi-Estados, frente a España, nuestra España", argumentos que fueron remachados, cinco días después, en el propio escenario de las Cortes por otro ilustre componente de la expedición literaria a Cataluña, Pedro Sainz Rodríguez, al denunciar lo que él reputaba un intento de "poner en Madrid un motor de fuerza centrífuga para la futura organización del Estado". Y ¿qué diríamos de Américo Castro en su hosca negativa a pertenecer al patronato de la auténtica Universidad Autónoma de Barcelona? O a la posterior evolución ideológica de Ernesto Giménez Caballero hacía posiciones fascistas de las que -sea dicho en honor al personaje no ha querido abjurar en los últimos años.
El clima, actual del encuentro de Sitges es distinto. Los tiempos han cambiado y constatamos la desaparición de picos de oro como los que lucieron en 1930. Según mis noticias, la cosa ha quedado en un diálogo de sordos; pero tal vez es mejor así porque se han manifestado actitudes más realistas. Como, por ejemplo, la que ha revelado el honorable presidente de la Generalidad, Jordi Pujol, en su reciente viaje -tan necesario- por tierras de Castilla y León, donde, en una de sus capitales, discrepó con cortesía de la afirmación de una autoridad que, orgullosamente, le repetía la frase de Julián Marías: "Castilla se hizo España". Y lo propio hizo en su comentada conferencia en el Círculo Catalán de Madrid al asegurar que, con tal mentalidad, nada podría hacerse para engrandecer la patria común y consolidar la democracia por cuanto los catalanes sólo entendemos un modo de participar en la tarea común española: seguir siendo catalanes. Lo reiteró, sin ambages, a su llegada a Barcelona, en el pequeño homenaje que se le tributó en la Casa de Madrid cuando reafirmó que su condición de nacionalista catalán no implicaba que se desentendiera de los problemas generales.
Yo creo que es este, y no otro, el modo de sentir mayoritario aquí, el mismo que ya expresó, quizá con brutalidad, aquel político entusiasta y hombre esencialmente honesto que se llamó Manuel Carrasco y Formiguera, fusilado por Franco tras su captura en el viaje que hizo como delegado de la Generalidad republicana cerca del Gobierno vasco. "Somos separatistas si para ser españoles nos obligan a renunciar a nuestra condición de catalanes".
Así, pues, disipado definitivamente el clima de "piropos mutuos" del año treinta, emprendamos cincuenta años después, cuando ya están restañadas heridas, el camino de realismo que se ha revelado en los últimos acontecimientos de los que hemos dado cuenta, inspirados en la idea de que la única manera que tenemos los catalanes de ayudar a la empresa política española es la imposibilidad de renuncia a nuestro modo de ser.
No hemos tenido otra opción que conformarnos con el absurdo "café para todos" que impuso el duque de Suárez para no verse obligado a reconocer regímenes especiales para las nacionalidades históricas. Y quiera Dios que en esa "España de las autonomías" no se estropee más el clima ni se ahonden más las diferencias con el triunfo íntegro del texto del proyecto consensuado de esa ley que convenimos en llamar LOAPA, que ni a café va a saber, sino a aquel mejunje a base de malta y achicoria de los años cuarenta.
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