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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La Academia

RESULTA DIFICIL conciliar la realidad de la lengua española con la percepción que de ella tiene, como institución, la Real Academia, que pretende limpiarla, fijarla y darle esplendor. El divorcio se puso una vez más de manifiesto en la elección, el jueves pasado, para el sillón i minúscula, que dejó libre la muerte, en la ancianidad, de José María Pemán.Como la literatura es una de las artes más opinables de todas las que existen, parece inadecuado ejercer la crítica literaria para hablar de la oportunidad de proponer a las tres personas que optaron al mencionado sillón, y en concreto, al. poeta que lo alcanzó. Nadie va a poner ahora en la balanza de los méritos y deméritos nombres como los de José, García Nieto, Elena Quiroga y Carmen Bravo Villasante.

Lo que se trata de decir es que, en el universo de las letras españolas, estos tres nombres no resultan significativos de lo que hoy es una lengua viva, cambiante, atenta a la creación de un lenguaje nuevo y del signo de los tiempos que refleje una realidad distinta: la realidad que vivimos.

No extraña que esta persistencia última de la Real Academia de dotar sus sillones con un espíritu más bien retrógrado -que alguno ha querido romper ahora con la nueva candidatura de Francisco Nieva- haya dado a la institución una imagen de la que algunos de sus miembros pretenden zafarse con justicia, pero sin éxito, y con evidente perjuicio para ellos. Esa insistencia académica es la que mantiene hábitos antiquísimos, como ese secreto inapelable en que se desarrollan sus, sesiones y como la secuela de un rito que estos días debe haber llenado de rubor a los aspirantes, obligados todavía a dirigirse, de manera rigurosa, a los miembros de la Real para solicitarles el favor de su beneplácito. En un ambiente así, no resulta sorprendente que se tarde años en dar categoría de diccionario al vocabulario cotidiano. Tampoco asombra que algunos académicos brillantes y deseosos de no morirse antes de tiempo prefieran cazar o mirar al mar antes que hacer un desplazamiento a Madrid para una tarea de dudoso influjo social.

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El rejuvenecimiento de una institución no debe provenir sólo de la composición por edades de sus miembros, porque sabido es que hay muchos jóvenes, en cualquier esfera de las actividades humanas, que han envejecido antes de echar a andar,. El rejuvenecimiento proviene de la atención que se preste a los fenómenos sociales para adaptarse a ellos y, en los casos en que esto sea preciso, tirar de ellos para provocarlos. Tardó muchos años la Real Academia Española de la Lengua en darse cuenta de que, por ejemplo, la escritura de las mujeres era una literatura igual de pujante y trascendente que la literatura de los hombres, y cuando quiso dotarse a sí misma de una voz femenina dejó morir a María Moliner, que nos enseñó a ver la lengua cotidiana con una paciencia de eremita, y situó en uno de sus sillones a una escritora cuyo peso específico en la construcción del lenguaje que ahora usamos no parece ni excepcional ni importante. Ahora, cuando se consolidan escritores cuya investigación lingüística no les ha llevado sólo a reflejar lo que se dice en la calle, sino que les ha impulsado a crear un lenguaje nuevo que la calle acepta como un modo de expresión dinámica, la Academia persiste en conservar para mañana lo que puede hacer hoy mismo.

Si la Academia sigue empeñada en ir por detrás de la historia, la historia - acabará arrumbando y desoyendo a la Academia. La lucha de aquellos de sus miembros preocupados por conjuntar su pasión con la presión social y con la realidad literaria se sumerge en la nada de la burocracia de la inercia ajenas.

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