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Más allá del apagón

El año 1981 pasará a la historia de España como el testigo de un gigantesco apagón: el de las ilusiones y esperanzas de un país al que no se quiere dejar caminar por la senda de la libertad y la democracia. Las dificultades para salir de la mayor crisis económica de la posguerra, el terrorismo, los aldeanismos egoístas y las disputas de barrio de una buena parte de nuestra clase política originaron la inoportuna enfermedad cívica del desencanto. En medio de ello, el intento golpista del 23 de febrero vino a proyectar nuevas sombras siniestras sobre el ya oscurecido paisaje español.Desde entonces, y a lo largo de todo el año, la falta de una respuesta firme y eficaz frente a los civiles y los militares que propician el golpe; los rumores, las insidias y las calumnias que han ido propalando los enemigos de la democracia, cada vez más envalentonados ante el escaso riesgo de sus provocaciones, y el pesimismo y la apatía de muchos ciudadanos que parecen resignarse a esperar las bofetadas, como si nos hallásemos en medio de un fenómeno cósmico ante el cual nada puede hacerse, han generado un clima y un estado de ánimo colectivos muy poco indicados para cambiar el signo de las cosas.

Esa situación no puede continuar. Los datos objetivos de la sociedad española no dan pie para tanto desánimo, y mucho menos para aventuras golpistas. Nuestra economía está mal, pero, si se toman ciertas medidas y se frenan los egoísmos insolidarios de quienes tienen todas las ventajas, en unos años puede darse un panorama más tranquilizador, especialmente en el grave caso del desempleo. Por cierto, en esta cuestión no es malo recordar que España, en la famosa prosperidad de los años sesenta, tuvo siempre un elevado índice de paro, si bien una parte muy considerable del mismo era absorbida por los países europeos. Más de un millón de emigrantes españoles realizaron en aquellos años las tareas más desagradables entre nuestros desarrollados vecinos, desde el servicio doméstico a todo tipo de peonajes, quitándonos de encima esa magnitud de parados y enviándonos, además, unas remesas de divisas que contribuían a nuestro desarrollo y a la creación de puestos de trabajo. Ahora no sólo no podemos exportar los excedentes de nuestra mano de obra, sino que la crisis de la economía occidental nos devuelve a quienes se encontraban allí trabajando y, lógicamente, vienen a incrementar aquí las cifras de paro y a disminuir las divisas disponibles. Esta situación es ajena al sistema democrático y, por tanto, no va a resolverla ningún salvador de la patria dando gritos, ya sean de ira o de entusiasmo. La cuestión debe abordarse desde la participación, la solidaridad, la imaginación y la justicia. No desde el cerrilismo autoritario.

El otro azote de nuestra sociedad, el terrorismo, sigue siendo una pesadilla, y estamos expuestos a toda clase de crímenes, sea cual sea el Gobierno existente. El terrorismo no es una invención de la democracia, y algunos nostálgicos de los cuarenta años deben recordar que al almirante Carrero y a otros muchos los asesinaron gobernando el general Franco. Pero algo parecen estar cambiando las cosas, y, además, la democracia ofrece las mejores garantías para la acción policial y la actuación de la justicia en la lucha contra el terrorismo y sus condicionantes.

En la otra cara de la moneda, los avances de la sociedad española son innegables. Hemos elaborado entre todos una Constitución que acepta la inmensa mayoría del pueblo español; hemos puesto las bases de un Estado social que garantiza los derechos individuales y las libertades públicas, y hemos logrado una sociedad reconciliada que, escarmentada de tanta matanza fratricida, pretende encaminarse por rutas de colaboración y tolerancia hacia unas formas de vida más justas y progresivas. Nadie puede negar la voluntad íntegradora de nuestra democracia. Aquí no se tomó ningún tipo de represalias contra nadie, incluidos quienes ejercieron persecuciones y represiones en el régimen anterior. Han seguido con su situación, con sus negocios, con sus posiciones políticas. Incluso algunos tienen órganos de información para zaherir todos los días a la democracia y a los demócratas, que les facilitan lo que ellos, de estar en el poder, no consentirían: la libertad de expresión. Pero esa es la grandeza de la democracia y la fuerza ética de su razón, que la hará siempre moralmente superior a la imposición por la fuerza bruta. En nuestra democracia conviven muchas personas que han sufrido cárceles y exilios por el único hecho de pensar de una determinada forma. Flan olvidado las persecuciones pasadas y proclaman, con muchos otros españoles, su voluntad de avanzar, reconciliados, en busca de nuevas metas de paz y de progreso. ¿En nombre de qué se nos quiere privar de esa voluntad colectiva?

¿No es una injuria a unas Fuerzas Armadas responsables y con honor suponerlas capaces de seguir las consignas de quienes quieren sojuzgar la voluntad del pueblo y aniquilar la libertad?

Parece claro que es hora de acabar no sólo con los sueños golpistas, sino con la obsesión de pensar en el golpismo. Deben celebrarse los juicios pendientes lo antes posible. Con todas las garantías legales, pero con toda la firmeza y toda la justicia necesarias. Y deben abordarse con energía las medidas necesarias contra quienes siguen conspirando y preparando un nuevo golpe.

Al mismo tiempo debemos esforzarnos en mirar hacia adelante para encontrar un proyecto común de todos los españoles. Necesitamos soñar no con el golpismo, sino con empresas vitales nuevas. Poco antes de morir, Dionisio Ridruejo invocó, con dolor, al "español apagado, ceniza de un fuego", que parecía haber perdido su rumbo. En estos momentos, nuestra obligación es salir del apagón para alumbrar el sueño de una nación dinámica, de una España capaz de convertirse en una sociedad innovadora que utilice el conocimiento y la razón para lograr un país más igualitario, con mayores niveles de justicia. Este sueño de un futuro compartido puede proporcionar el impulso vital necesario para salir adelante con éxito. "El espíritu da la idea de una nación -escribió A. Malraux-, pero lo que crea su fuerza sentimental es la comunidad de sueños".

En la política española hay, como en todas partes, provincianismos excesivos, intereses egoístas y miopes, individuos mezquinos carentes de la menor grandeza moral, personajes maquiavélicos a la procura del mayor beneficio personal, resentimientos y bajezas que pueden originar la tentación de marginarse de la actividad pública, lejos de tales compañías. Pero hay también en ella mucha buena voluntad de acertar en las soluciones, ideales nobles en favor de una sociedad mejor, y deseos sinceros y altura de miras de muchos para lograr una patria común de todos los españoles, donde la libertad y lajusticia hagan a los hombres solidarios porque su bienestar no se base en la desgracia y el sufrimiento ajenos. No podemos dejar solos, sin faltar a nuestros más elementales deberes cívicos, a quienes se están esforzando porque ese sueño de la España nueva y esa dimensión noble de la política puedan ser llevados a la práctica. 1982, que ahora empieza, es el año en que podemos dejar atrás el apagón, con el concurso de todos cuantos queremos la democracia. Y España se llenará de luz. Pero ello requiere abandonar la miopía y la mezquindad de quienes sólo saben estar parados o caminar hacia atrás; de quienes ponen el grito en el cielo ante el menor cambio; de quienes no saben salir del privilegio, la intolerancia y la chapucería, aunque algunas veces quieran usar un lenguaje más civilizado. Conquistar la luz, en definitiva, requiere que los españoles apostemos por el cambio y el progreso de nuestra sociedad. Con la actual dirección política vamos a perecer, no ya de desencanto, sino de aburrimiento.

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