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La muerte del autor de "Crónica del alba"

Una larga reflexión sobre España

Ramón J. Sender ha muerto a pie de obra, como vivió, pues no hace ni quince días que aparecían en las librerías españolas sus dos últimos libros. Uno de ellos siguiendo la serie de sus breves narraciones zodiacales, y el otro de un interés singular: Chandrío en la plaza de las Cortes no es exactamente una novela, sino una especulación; no hay acción, sino un diálogo interminable, una pertinaz reflexión indefinida sobre el único tema que el escritor ha tocado en toda su vasta obra, que supera ya el centenar y medio de volúmenes: España.El protagonista de su primera novela, Imán, que se publicó en 1930, aparece también en esta última, al final, bajo la figura de un hombre vencido, menesteroso, escéptico y desencantado. Más de medio siglo separan estos dos libros, y el soldado Viance, testigo duro y radical de la guerra de Marruecos, atraviesa como un fantasma desolado la plaza de las Cortes madrileña, donde acaban de transcurrir los sucesos ignominiosos del pasado 23 de febrero, perdiéndose en la noche como si caminara hacia su propia muerte.

No es una buena novela este Chandrío..., que utiliza esta palabra aragonesa para definir la perturbación que España experimentó en aquella aciaga noche. Es difícil encontrar entre sus últimos relatos el recuerdo de algunas de las obras maestras que el autor nos ofreció en sus mejores momentos. Tan sólo La efemérides y Monte Odina puedan tal vez salvarse de este aluvión narrativo irreprimible que Sender ha segregado en los últimos años de su vida. Era, sin duda, un escritor nato, irremediable y fatal. Su vida era escribir, su destino era contar, hablar constantemente, sin pararse siquiera a pensar en lo que estaba diciendo. En una obra de tamaña magnitud y extensión no son raros los altibajos, y habrá que concluir que Ramón J. Sender fue un escritor irregular, poco selectivo, pero que fue capaz de otorgarnos algunos libros inolvidables.

Quien fue capaz de escribir la Crónica del alba, Míster Witt en el Cantón, La esfera, Mosén Millán -prefiero este título al más divulgado del Réquiem por un campesino español-, La aventura equinoccial de Lope de Aguirre y algunas más, cuya cita convertiría en catálogo esta reflexión, tiene ya un lugar asegurado en la historia de la literatura española, al lado de nuestros más significativos narradores. Su talante rabiosamente individual, personal hasta la autodestrucción, rompió sucesivamente todos sus compromisos: le impidió profundizar en el pensamiento libertario al que instintivamente se veía destinado, le hizo romper con el comunismo, del que fue un efimero compañero de ruta, y le desvió al final de su vida hacia extraños vericuetos entre la mística, la metafísica y la sublimación de los sistemas nerviosos. Pero fue un escritor comprometido hasta el final con los hombres, con su patria perdida, con la justicia y la libertad.

Su descubrimiento en la España de la posguerra fue largo, difícil y desordenado. A principios de los sesenta, sus libros circulaban clandestinamente, y aparecían sus primeras novelas aquí publicadas, como El bandido adolescente, que constituyó una extraña primera toma de contacto. Su inspiración venía anclada en su propia vida, en su patria, de la que fue expulsado sangrientamente -y a la que apenas regresó al final, para volver a marcharse casi en seguida- y en su experiencia americana, pues la filosofía y la historia aparecieron al final. Ha muerto un testigo, un narrador, un aragonés tenaz.

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