¡La guerra ha terminado, compañeros!
En este frío atardecer de invierno, en que el oscuro rebaño de "las sombras obsesivas del 23 de febrero" rumía presagios agoreros, he querido evadirme hacia el exilio anterior de mis recuerdos. He mordido el paloluz que compré en el Rastro a un mercader de sueños y, de pronto, el áureo candil de mi pasado me ha iluminado el camino de regreso en busca de aquel niño nacido de la ira que entró en el futuro huyendo. Voy en carro por tierras de La Mancha, "en acabada la guerra", envuelto en una manta, junto a mis hermanos, sobre un colchón de lana bienoliente, entre los pies de mi madre, de la tía Isabel, el tío Pedro y Eliseo Valero (el anarquista dirigente de los trabajadores del puerto), que intentan llegar hasta Valencia.Cuenta mi madre que Eliseo, rubio como el trigo y bien plantado, aunque más ancho que alto, abandonó la colla a poco de estallar la guerra y, a lomos de un caballo alazán que le quitó a un oficial rebelde, al que previamente había desmontado, recorría la provincia de Albacete levantando las horcas y cuchillos al principio, y, hacia el final, los ánimos. Yo lo recuerdo entrando al galope en el pueblo como un centauro, con sus cananas y el fusil atravesado, hincando las espuelas de sus recias botas en los ijares del caballo. Veo a las mozas, que cosen en el pretil del puente donde esperan, día a día, el regreso de los mozos que se fueron, levantar la cabeza ruborosas al paso de aquel rayo precedido por el trueno, mientras la tía Demetria, desde al poyo de la casa, les grita: "¡Ea, gandulas, seguid cosiendo!". Una niña en olor de camomila levanta la cabeza de la palangana donde lava al aire libre su cabello, y hasta los aviones bajan en picado desde la torre de la iglesia para venir a verlo. Yo dejo de perseguir a los cochinos y salgo escapado hacia
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la plaza para ver si Elíseo me trae como siempre un caramelo.
-¡La guerra ha terminado, compañeros! -anuncia Eliseo con voz cansada, y él y los que le rodean entran en el casino, donde el miedo y la alegría se reparten por igual las cartas.
Poco después, la falla redentora de obligaciones y derechos se alza en la noche ante el, Ayuntamiento, purificando ingenuamente la culpa contraída por aquellos que, aplicando a su modo la reforma agraria, regaron con su sudor las tierras baldías expropiadas. Según me contara después mi madre, con los archivos arden los documentos de propiedad de La Madrila, la finca abandonada de mi tío-abuelo, el cura don Andrés (que tenía dos hijos naturales), y repartida por el comité entre los segadores, que la sembraron de trigo paneable.
(¿Qué ha sido de vosotros, Malaspatas, Trabuco, el Feo Oliva, Sócrates, después de que os echasen de las tierras y la Guardia Civil os detuviera junto a los demás gañanes?)
De madrugada, salimos hacía Valencia en el carro grande del tío Juan Martes, tirado Por dos machos, el Rabón y el Lucero, a los que mi hermano Andrés y yo solíamos montar a pelo para llevarlos a abrevar a la acequia del molino y a revolcarse en las eras, o a comer las uvas agraces del estío en el majuelo.
¿Y ahora, qué?
Al tío Pedro, maestro de escuela, le buscan por haber fundado en Albacete la Casa del Pueblo, y marcha a Valencia a ver si encuentra hueco en algún barco para pasar a Francia. Eliseo dice que él no huye ni se rinde ("sólo me repliego") y que se echará al Maestrazgo como el cura Cabrera, para organizar la resistencia. Mamá lleva un carné de viuda de caído por Dios y por la patria (a papá, jefe de las obras del puerto, le dio el paseo, a comienzos de la guerra, una banda incontrolada, pese a que Eliseo intentó salvarle) y un salvoconducto expedido por el primo Andrés María, que es la nueva autoridad del pueblo. Tía Isabel se trae consigo, para contribuir a allanarnos el camino, una imagen de la Virgen a tamaño natural que escondió de la rapacería de los robagallinas, como ella llamaba a los del comité.
-¡Vais a hacerle la puñeta a vuestra madre, robagallinas! -replicaba a los pastores, al tiempo que agarraba la badila, cuando, al pasar ante su puerta, que ostentaba un Corazón de Jesús provocativo, le gritaban: "¡Levanta el puño, Isabelica!".
Elíseo zarandea a mi tío, que medita cabizbajo, y le dice entre tremendas risotadas: -Anímate, hombre, que tú, con un poco de suerte... Pero lo que es a mí, si me cogen, será muerto, ¡recollons!
Mi tío mueve la cabeza lentamente y limpia los gruesos cristales de sus gafas de concha, echándoles su desaliento de vencido. Mamá le recuerda a Eliseo cuando en Valencia mandaba a los de la FAI apostar las ametralladoras frente a la plaza de toros, donde los comunistas celebraban un mitin, y ordenaba: "Si se desmandan, ¡pa?lante con ellos!".
Y ahora, qué, so zamarro? -le reprocha, tirándole un pescozón al vuelo.
Cuando pasamos por un pueblo, mi tío se guarda en el bolsillo las gafas que le delatan como intelectual y Eliseo se encasqueta la boina hasta el pescuezo para que no se le vea el pelo, hace restallar la tralla y lanza juramentos de arriero.
Tres días duraba el viaje, según cuenta mi madre, cuando, de joven, iban a los baños a Valencia, y dormían una noche en Los Isidros y otra en Venta Quemada, donde compartían con los arrieros el caldo presero, hecho con patatas, bacalao y pimientos, y luego cantaban en torno al fuego: "Para bailar manchegas / se necesita / un corre-que-te-pillo / y unas postizas". Pero ahora, para evitar en lo posible explicaciones, dormimos al sereno, sin detenernos. Mientras nos arropa a los pequeños, mamá nos muestra la Osa Mayor y nos explica que aquel Carro de estrellas es el nuestro, reflejado en el espejo azul del cielo, y que el macho de cabeza es el Lucero. Mi hermana juega en las rodillas de la tía a "éste pide pan, éste dice que no hay, éste dice que ayunemos, éste otro que robemos y éste dice: ¡en la horquita nos veremos"!.
A la altura de Buñol nos paran los moros que controlan los accesos a Valencia. Tengo las piernas de Eliseo ante mis ojos y veo cómo entresaca de la bota una pistola que aferra entre sus dedos. Mi madre muestra el salvo conducto, que observan con detenimiento. Entonces se produce el "milagro de la Virgen", según ,dirá luego mi tía: quita la colcha que la cubre y, al ver aquella imagen imponente, caen de hinojos los sarracenos que vinieron a salvar la civilización cristiana del materialismo ateo. Entre reverencias y saludos del Islam, nos indican que pasemos. Eliseo deja caer la pistola en su escondite y me hace un guiño al ver que le miro boquiabierto.
Llegamos a las puertas de Valencia anochecido. Allí, Eliseo se baja,del carro y, después de darnos un capón a los chiquillos y ordenarnos que cuidemos a la
madre, nos promete que, si alguna vez alguien se atreve a hacer nos daño, volverá desde donde esté y le dará su merecido: saca la pistola, hincha el pecho, hace que dispara a los cuatro vientos y desaparece en la noche como un portento. No supimos más de él. Tal vez consiguió echarse al monte o lo cogieron. Del tío Pedro sí sé que lo detuvieron y fue a la cárcel, de donde salió al cabo de los años para morir prematuramente viejo.
Nosotros nos quedamos en Valencia, donde mamá utilizó sus influencias y las de la familia de mi padre, todos de derechas, para salvar del paredón a sus cuatro hermanos y no sé cuántos primos (Octavio, Africano, Itálico, Pompeyo ... ), presos, el que menos por luchar con la República como simple miliciano; el que más, sospechoso de haber sido comisario del pueblo. Incluso hoy, cuando le digo en broma que, mientras las hermanas rezaban el rosario, los hermanos subían al coro cantando el Himno de Riego, mi madre me contesta: "¡No digas eso ... !", y echa una mirada alrededor por si alguien nos estuviera oyendo.
La varita mágica de paloluz se me ha agotado, dejándome en el paladar un regusto dulciamargo. Concluida ya mi fuga momentánea por los caminos del recuerdo, siguen ante mí las sombras agoreras que se ciernen sobre el futuro incierto. Pero ya no me dan miedo. Me enfrento a ellas y les conmino a que se vayan con viento fresco, pues, si no, tendrán que vérselas con Eliseo, que volverá, estoy seguro, desde la noche de los tiempos. Yo sólo pido que me dejen gozar en paz de las estrellas en este anochecer de invierno. Otro cielo no espero. Ni otro infierno.
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