The Boys, la honradez sin genialidad
De cuando en cuando puede comprobarse cómo la vida es injusta, o que no todo puede ser definido. Semejantes enseñanzas filosóficas tienen lugar, también de cuando en cuando, en conciertos como los dos que The Boys vinieron a dar en la sala Carolina, de Madrid,Poco antes podía haberse visto esa extraña complacencia solitaria, electrónica y enlatada, de Thomas Dolby en otro local. Aquí, el sudor, la camiseta húmeda, eran el principio y fin de la cosa. The Boys es un grupo inglés. Y nada nuevo, porque se formaron hacia 1976. Grabaron álbumes cada vez mejores, pero ni su management era medio decente ni su antigua casa de discos sabía hacerlo. Finalmente, y, con una de las portadas más bonitas del pasado año, salió Boys only, un elepé lleno de buenas canciones en la tradición pop más querida y mantenida por gentes como Flamin Grocivies o Brynsley Schwarz a lo largo de los setenta. Y siguieron sin triunfar.
Una crónica inglesa sobre ellos hablaba de carencias, de ese algo indefinible que le falta a un artista para romper o simplemente para emocionar. Viéndoles, escuchándoles cantar así de bien, tocar tanto, componer de esa forma, uno queda extrañado de que lo que más llega a la sensibilidad es un esfuerzo patético por hacerlo bien. Y por creérselo. La gente, a su vez, era variopinta. Es decir, no había allí ese público inmediatamente reconocible y fanático de los Ramones, del pop o del rock duro.
No, lo que confrontaban los Boys parecía más bien una de esas habituales escapadas de bodas, cumpleaños o simples salidas de esta noche. Es decir, un interés no tanto dirigido al grupo (que se convertía en anecdótico), sino a los companeros/as de juerga nocturna y peligrosa. Así, la creación de los músicos caía como una cosa intrascendente, agradable de recordar en medio de otros recuerdos más intensos. Un rato agradable.
Finalmente, una se quedaba con un gusto agridulce porque no se podía ignorar que el concierto de estos señores había sido uno de los buenos que se hayan escuchado últimamente. ¿Por qué, pues, no provocaban éxtasis? Por esas carencias, por la falta de habilidad para encontrar un sonido diferente, para componer en un estilo, para cantar con personalidad.
The Boys reúnen casi todo lo bueno que se ha hecho en pop, pero no saben reorganizarlo para que suene distinto. Su collage es perfecto, pero resulta imposible identificarse con un paseo por el ayer tan claro, tan esperado. Uno puede reconocer cada una de sus armonías vocales o instrumentales, cada cambio de tempo, cada golpe de bajo. Y lo que resulta es algo simpático, pero no conmovedor. A eso se le llama carecer de genio, y nada malo hay que decir de quienes no lo poseen, sólo apuntar el dato.
Y tal vez eso mismo sea injusto porque se convierte en exigible lo que no lo es. Pero así está pensado este mundo y no vale sólo la honradez. Esa, evidentemente, sí puede exigirse.
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