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Tribuna:El golpe militar en Polonia
Tribuna
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El 18 Brumario del general Jaruzelski

Si alguna vez algún acontecimiento proyectó durante largo tiempo su sombra antes de producirse, ese fue el golpe de El Estado de Bonaparte". Karl Marx, 18 Brumario de Luis Bonaparte

El señor Mauroy sabe ahora por qué no se le quería estos días en Varsovia. La ropa sucia se lava en familia y, aunque socialista, él no pertenece a la familia que tiene la dicha de contar a su cabeza con el gran hermano soviético. Porque hace falta cierta hipocresía para aparentar creer que los polacos están arreglando sus propios asuntos solos "sin injerencia extranjera". ¿Qué ha hecho el general Jaruzelski sino atender a un requerimiento de Moscú? El requerimiento en cuestión ha adoptado la forma de un despacho lo más claro posible de la agencia Tass, de fecha 10 de diciembre. Después de haber acusado a Solidaridad de "poner a la orden del día la cuestión del cambio de poder legislativo y ejecutivo", señalado "la intensificación de los ataques contra las alianzas de Polonia" y constatado "la legítima indignación" de los soviéticos, invitaba a las autoridades a tomar las medidas apropiadas para defender los fundamentos constitucionales del Estado.Esta invitación, poco conforme a las disposiciones del Acta Final de Helsinki sobre la no injerencia en los asuntos de otros, sucedía a la visita a Varsovia de una delegación soviética venida a investigar sobre la situación. Que sus conclusiones hayan sido enormemente sombrías, es diricil de dudar.

Tass atribuía, naturalmente, toda la responsabilidad de la crisis a Solidaridad y a la Confederación de la Polonia Independiente, así como a los sermones dominicales. Por el contrario, como escribe The Economist, muchos polacos tienden a imaginarse que bastaría que los comunistas abandonasen el poder para que el país, de la noche a la mañana, se convirtiese "en rico, justo y lleno de sol". Agreguemos que Tass se burla de la Historia y que muchos polacos olvidan la Geografía.

Si la Historia comporta una enseñanza es que los polacos quieren ante todo ser polacos; en otras palabras: que aspiran a gobernarse a sí mismos. Si fuese de otra forma, Polonia no habría podido resucitar cuatro veces en dos siglos, después de haber sido dividida entre las dos potencias que, para su desgracia, la cercan. Los polacos han resistido a los zares y al káiser, a los bolcheviques y a los nazis. Cuando en junio de 1956 los obreros de Poznan se sublevaron contra la miseria y la servidumbre a que les había condenado el estalinismo, no gritaron sólamente "dadnos pan", sino también: "abajo el comunismo; y los rusos, fuera".

La revuelta y la represión causaron 53 muertos. Entonces surgió un hombre que, como una "primavera en octubre", creyó él mismo e hizo creer en la posibilidad de una conciliación no sólo entre el comunismo y Polonia, sino entre el comunismo y la libertad. Recién salido de una prisión, donde sin haber sido juzgado expiaba el crimen de haber resistido a los ukases del Kremlin, fue encargado por el jefe del partido de la época, Ochab, de presentar un informe al comité central. Al saber la noticia, Jruschov se salió de sus casillas y se presentó en Varsovia, acompañado de Molotov y de una docena de generales con uniforme de gala, mientras que los blindados soviéticos se movían alrededor de la capital. Apenas descendió del avión, apostrofó a la dirección polaca: hemos vertido nuestra sangre por este país y quieren venderlo a los americanos. Gomulka le respondió: hemos vertido más sangre que ustedes y no nos vendemos a nadie, y amenazó con contarlo todo en la radio. Jruschov cedió finalmente y los tanques soviéticos retrocedieron. Unos días más tarde, Gomulka se convertía en el número uno del partido, en medio de la alegría popular, y el 29 de enero siguiente sus compatriotas lo plebiscitaban, con la caución del cardenal primado, en las únicas elecciones libres celebradas después de la guerra.

Esto ocurría hace veinticinco años. El camino recorrido desde entonces ha estado sembrado de decepciones. Rápidamente recuperado por Moscú, Gomulka aprobaba, algunos días después de su vuelta al poder, la intervención en Hungría. En 1968 tomará la iniciativa de la invasión de Checoslovaquia y hará participar a sus tropas.

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Dos años y medio despues caerá por las mismas razones que habían llevado a acudir a él: la incapacidad del régimen para resolver los problemas económicos, sobre todo agrícolas, que lo asaltaban, el descontento de una población que había perdido desde hacía tiempo la fe en las virtudes del sistema. Estallan huelgas que se convierten en revueltas en los puertos del Báltico. La milicia dispara sobre los obreros; hay docenas de muertos.

Pero he aquí que Polonia, y con ella todos los que quieren creer todavía en el comunismo, vuelven a tener esperanzas. Edward Gierek, el ídolo de los mineros de Silesia, sustituye a Gomulka. Con su aspecto de jugador de rugby y sus maneras directas, inspira confianza. Va a discutir él mismo con los trabajadores en huelga. Tiende la mano a la Iglesia Católica. Obtiene créditos del Este, y más todavía del Oeste. Giscard d'Estaign y Helmut Schmidt tienen absoluta confianza en él.

A marchas forzadas va a construir una segunda Polonia, una gran nación industrial cuyas exportaciones permitirán aumentar de forma espe ctacular el nivel de vida. Pero la empresa fracasa lamentablemente. Termina por desorganizar un poco más la economía y suscitar la creación de una clase de privilegiados cuya corrupción denuncia todo el país. La inflación obliga a aumentar masivamente los precios. Aparecen de nuevo las huelgas. Desaparece Gierek, que hoy se encuentra en la cárcel, mientras que partiendo de la nada, o más bien de la base de los astilleros navales de Gdansk, se desarrolla un inmenso movimiento sindical libre, abiertamente sostenido por la Iglesia y, en la cabeza, con un crucifijo siempre en la mano, un desconocido que rápidamente se hará célebre, Lech Walesa.

Volviendo contra sus inventores la denominada táctica del salchichón, preferida por Matías Rakosi, el dirigente de Hungría de los años cincuenta, Solidaridad arranca al poder poco a poco una serie de concesiones, sobre todo en el terreno de las libertades sindicales e individuales, cuyo total, en relación al rasero de los países del Este, es realmente espectacular. Nada expresa mejor la situación a la que había llegado Polonia en vísperas del golpe de fuerza de este fin de semana que las reuníones tripartitas, en los casos de urgencia, entre los jefes del partido del Gobierno, de la Iglesia católica y de los sindicatos libres. Era el naufragio de la idea según la cual, en un régimen socialista, toda la autoridad debe proceder del partido único, considerado la vanguardia del proletariado en nombre del cual se ejerce la dictadura.

Pero del partido, ¿qué quedaba?. De sus tres millones de miembros, 400.000 lo han abandonado o han sido excluidos en un año, mientras que los efectivos de Solidaridad alcanzaban los diez millones. Entre los que continúan dentro del partido no se cuentan los que militan al tiempo en el sindicato libre o cuya adhesión a la ideología marxista-leninista está sujeta a caución. Le han bastado pocos meses a Stanislaw Kania, el sucesor de Gierek, para demostrar su impotencia. Es así que, por primera vez en la historia de un país socialista, se ha situado a un oficial en activo al frente del Gobierno antes de presidir el partido. Ahora se encuentra a la cabeza de un comité militar de salvación nacional. Son los militares los que, en todo el país, han sido encomendados hacerse con la situación. El éjército que restablece el orden e instituye el estado de sitio es moneda corriente, por desgracia, en más de un país del mundo que se dice libre. Pero en los otros, en los que se pretende no sólo emancipar al proletariado, sino instalarlo en el poder, resulta irrisorio ver a militantes sindicales llevados ante tribunales marciales.

Walesa, desbordado

Sin duda no se habría llegado hasta este punto si el vértigo del éxito no se hubiese apoderado, desde hace algunos meses, de una parte de los polacos; si no kubiesen creído poder ignorar la triste realidad de una geografía que hace de su país una marca del imperio soviético; si hubiesen tenido tiempo de digerir las numerosas concesiones que habían obtenido, en lugar de continuar desafiando, cada día un poco más, por encima del Gobierno y del partido polaco, al gran protector. Porque este último, hasta el sábado, se había contentado con advertencias verbales, apoyadas en cada ocasión por voces más o menos altas, ya que el temor a una resistencia activa de la población, unido al de eventuales represalias norteamericanas, en Cuba o en otra parte, y a la esperanza de ver la paloma del pacifismo alemán caer en sus redes les refrenaba visiblemente de emprender una intervención militar.

Han multiplicado las imprudencias, como los checos en 1968, olvidando que Moscú defiende su esfera de influencia como la pupila de sus ojos. Habría sido sorprendente que la nación que no ha dudado en invadir Afganistán -que no se encontraba dentro de su zona de influencia- para impedir que una insurrección popular derribara a un régimen comunista de reciente formación abandonara su dominio sobre un país a través del cual pasan sus líneas de comunicación con Alemania Oriental.

Hace tiempo que Lech Walesa, sostenido y aconsejado por el cardenal Wyszinski y, detrás de él, por el primer papa polaco de la historia, había medido bien hasta dónde se podía llegar. Ahora el cardenal ha muerto, Juan Pablo II no es el mismo hombre desde el atentado que casi le costó la vida, y Walesa, aparentemente, se ha dejado desbordar por la fracción radical de sus tropas. Esto es al menos lo que sugieren las declaraciones un tanto subversivas grabadas por la policía, sin que él se diese cuenta, y que la radio ha difundido estos últimos días. Esto es lo que sugieren también el llamamiento a la huelga general -en el caso de que se aprobase el proyecto de ley que prohibiría provisionalmente las huelgas-, y el proyectado referéndum sobre el ejercicio del poder, propuesto horas antes del golpe de fuerza por la comisión nacional de Solidaridad.

Constatar estas evidencias no sirve en absoluto para justificar la dictadura militar, incluso si se confla en el patriotismo del general Jaruzelski (hasta que se demuestre lo contrario), hasta el punto de pensar que ha visto en éste el único medio para evitar una intervención directa de la URSS. Se nos dice que Walesa, lejos de sus lugartenientes atrincherados y de sus tropas, ha aceptado negociar. A diferencia de Dubcek, no ha sido detenido ni enviado, esposado, a una prisión soviética. Pero las bazas que le quedan son a priori más débiles que las que disponía hace algunos días, y los ejemplos de Gomulka y de Dubcek están ahí para recordarle el arte con que los soviéticos saben recuperar una a una, cuando,ha cambiado la corriente, las concesiones que les fueron arrancadas.

¿Qué va a hacer el pueblo polaco? No hay mucho que perder, tiene el estómago vacío y sabe que no puede esperar del mundo exterior máas que buenas palabras. Sería prudente por parte de Moscú de abrirles una puerta a la esperanza. Dicho en otras palabras: de expresarle claramente que será libre de gobernarse como quiera, siempre y cuando no ponga en peligro su participación en el Pacto de Var sovia y en el Comecon, ni el esta cionamiento de tropas soviéticas en su territorio. En caso contrario, Breznev y los suyos no pueden es perar, en el mejor de los casos, más que una resignación, sin po der descartar la hipótesis de una resistencia, activa y pasiva, de gran amplitud. No es de esta forma como consolidarán el imperio, cuya salvación trata de garantizar el 18 Brumario del general Jaruzelski, y que se enfrenta a un evidente riesgo de disgregación.

André Fontaine es redactor jefe del diario francés Le Monde

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