A los intelectuales "castellanos"
No haré en estas líneas otra cosa que cultivar una vieja tradición catalana, vieja y demasiado intermitente, que consiste en explicar cosas íntimas -aunque conocidas, no dejan de ser íntimas- de ese pueblo antiguo que es Cataluña, a quienes quieren y pueden entenderlas, los intelectuales a quienes nosotros llamamos castellanos. Vieja tradición catalana que, al encontrar eco entusiasta v solidario entre intelectuales hispanos, deviene tradición compartida y patrimonio moral común.Es justo puntualizar que esa tradición se ha expresado con mayor frecuencia en momentos de eclipse de lo catalán, en épocas de represión sufridas por nuestro pueblo, y conviene anotar que ha obtenido el eco que cabía esperar del estamento pensante de las Españas. Recordemos el manifiesto de los intelectuales castellanos en defensa del uso de la lengua catalana del año 1924, en plena dictadura. O la visita a Cataluña de un nutrido elenco de intelectuales castellanos en 1930, recién destituido el general Primo de Rivera.
Cuando, como ahora, remite la represión y soplan vientos favorables para lo catalán, el peligro máximo es la reclusión de los dialogantes, el silencio, la desconexión, el cese de las cordialidades. Porque la simple observación del entorno le persuade a uno de que el alza de lo catalán sigue despertando un cierto sentimiento difuso de temor, de de sazón ante lo que pueda pasar. Parece que ha arraigado el espécimen de que el engrandecimiento de lo catalán ha de ser en per juicio de lo castellano, que el as censo de lo catalán no puede sino acarrear el descenso de lo español, que el avance de la lengua catalana determina irreversiblemente el retroceso de la lengua castellana.
En honor a la objetividad hay que reconocer en alta voz que la situación actual de Cataluña, la que le ha proporcionado la democracia, es radicalmente distinta a la que tuvo con la dictadura del general Franco. La dictadura le negó la esencia y la existencia; la democracia le ha reconocido el derecho a denominarse nacionalidad.
Esto sentado, no conviene olvidar el temor ancestral que ha suscitado siempre, y todavía sus cita, el resurgimiento de lo catalán. No resulta dificil captar palabras o silencios de artífices de la política a nivel de Estado, lo mismo de derechas que de izquierdas, en donde apunta ese miedo, en donde se revelan gérmenes de catalanofobla. Hay, con todo, alguien -y ése es el intelectual de verdad- que es capaz de escapar al temor, de sustraerse a los influjos de cada circunstancia política. Mantener un cierto distancimiento crítico con respecto al poder y huir de una identificación excesiva con lostópicos que cultiva la masa suelen ser pautas de conducta de todo intelectual auténtico. El esfuerzo del intelectual se dirige a menudo a desembarazarse de los prejuicios cuasi irracionales, de las ignorancias culpables, de los recelos medio inconscientes y de los exclusivismos del todo conscientes, que impiden el plantea miento correcto de los problemas y la búsqueda de soluciones satisfactorias a los mismos.
Porque creo que eso es así, explicaré esas cosas íntimas, aunque obvias, a las que me refería al principio. Y ¿,qué cosas son ésas?
La primera, es que el problema de Cataluña es un problema filosófico. Es el mismo que está en la raíz de todo lo humano, sea individual, sea colectivo. El problema ontológico cualitativo de ser o no ser. El problema cuantitativo de subsistir a duras penas o de llegar a la plenitud del propio ser. Si tomamos prestada a la escolástica la teoría del acto y de la potencia, diremos que Cataluña es un pueblo que se balancea entre la realización y la frustración. No somos un pueblo frustrado porque en determinadas facetas del ser colectivo somos todavía en potencia. Tampoco somos un pueblo realizado porque las circunstancias históricas de autonomía han sido escasas y cortas, y no ha habido el tiempo suficiente para hacer cristalizar en acto las potencialidades de nuestro ser colectivo. A los que no saben leer lo que está escrito en la entraña de los pueblos, este alegato filosófico les parecerá una estúpida manera de rizar el rizo. Que les parezca. Lo único que puedo asegurar es que no trascendentalizo porque sí, sino porque nuestro ser colectivo es algo muy serio que una buena parte de los catalanes vivimos como trascendental.
Precisamente porque este problema de su ser colectivo no está en el orden de la ficción, sino que es real, Cataluña tiene también planteado un problema nacional. No estoy revelando, claro está, ningún secreto, pero sí que sigo contando cosas íntimas a quien puede interesarse por ellas.
Con los materiales que nos ha legado la propia historia, que son básicamente la conciencia de derecho y la voluntad de hechos, estamos en condiciones de afirmar, y además lo afirmamos con la rotundidad que merece, que Cataluña es una nación, y que tenemos el propósito inquebrantable de llenarla de contenido y darle la estructura que requiere como nación. Que nadie se alarme: aquí no hay proclamación alguna de separatismo. Una nación puede estructurarse sin postular necesariamente el soporte de un Estado independiente. La clave está en arbitrar una solución satisfactoria, que quizá sea la federal.
No sé cuántos nacionalistas auténticos hay en Cataluña, pero sí sé que hay los suficientes -y en todos los partidos y estamentos sociales- como para llevar adelante la obra de estructuración nacional. "Desde la Edad Media -la afirmación es de Joan Fuster- somos un pueblo providencialmente (excúsese el adverbio) predestinado a una especie de vocación "nacionalista" implacable. A los catalanes se les acusaba de "nacionalistas" mucho antes de que el nacionalismo apareciera sobre el mapa ideológico de Europa".
En la Cataluña actual, además de nacionalistas, es decir, de gentes que tienen perfilada la idea nacional y que aspiran a una cris-
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talización gratificante de la nación catalana, están los "nacionalistas", que sienten su pertenencia nacional y hablan con gusto y con celo de todo lo que constituye la vida de la nación. Tampoco sé cuántos son los "nacionalistas", pero puedo asegurar que son muchos más de los que quisieran los adversarios de la nacionalidad catalana.
Quede bien sentado que si para el trabajo, para la diversión, para las relaciones sociales y humanas o para la formación de una familia nunca ha habido en Cataluña ningún tipo de apartheid, mucho menos lo habrá para la participación en la tarea de construcción nacional. Todo ciudadano de este país, por el solo hecho de serlo, está invitado a arrimar el hombro en la tarea.
Y ahora pasemos a la tercera "confidencia". Los que comprendan los dos primeros -el filosófico y el nacional-, captarán también que tenemos planteado un problema cultural. El nervio, la médula de esta cultura es su lengua, el catalán. Pues bien, el catalán, desde hace siglos, ha perdido el sosiego, el vivir tranquilo sin el aguijón de la lucha por no morir. Sospecho que son pocos los no catalanes que se percatan de la tragedia que representa para una lengua esta guerra por la supervivencia en paz. Eso hay que sentirlo desde dentro, es decir, hay que sufrirlo.
No es el momento de hacer un análisis a fondo del porqué de ese estado de tensión permanente. Tampoco vamos a hacer aquí un juicio para desentrañar responsabilidades o determinar culpabilidades. Lo que sí es ineludible es que constatemos, para que nadie se llame a engaño, que la tensión persiste y que sobre el futuro de la lengua catalana planean interrogantes que nadie se atreve hoy a despejar.
Uno, en su esperanza impenitente, imagina a intelectuales castellanos y gentes capaces de sintonizar con las "confidencias" que dejó escritas, metidos al lanzamiento de una campaña de sensibilización hispánica con el eslogan "Salvemos, también nosotros, el catalán". Sería una satisfacción imponente. Se removerían las entrañas de Iberia. Se levantaría de la tumba Juan Valera y volvería a repetir a su amigo el novelista catalán Narcis Oller aquellas palabras escritas en 1887: "Me parece que a la larga, o quizá pronto, se venderán y se leerán libros en catalán en toda España sin la ayuda de traducciones, como ustedes lo hacen con nosotros en Cataluña y como habría que leer a los portugueses y ser leídos por ellos".
De las palabras de Valera pronto hará un siglo. Y como si nada... Como si nada se hubiera dicho, siguen vigentes. No hemos dado casi ni un paso; porque, ¿quién lee ho catalán o en portugués.?
Advertí al principio que iba a decir cosas íntimas, aunque sabidas. Sus destinatarios son los intelectuales y todos los que estén dispuestos a entrar en sintonía con los problemas de Cataluña. La democracia, aunque joven y extorsionada, comienza a dar algunos frutos. Uno de ellos -pienso- es que en la piel de toro haya hoy más gentes que hace un año capaces de tratar como suyos estos problemas de la esencia y de la existencia de Cataluña.´
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