Causas del déficit público
Con loable frecuencia, en este y otros medios de expresión pública, se producen alegatos en favor de la reducción del déficit público. Recientemente han insistido en este aspecto de la política económica dos notables economistas y hacendistas, los profesores Alvarez Rendueles y Lasarte.Los argumentos que exponen pueden ser compartidos por casi todos los economistas, incluido el autor de este artículo. Lo que hay que explicar entonces son las causas por las cuales el Gobierno no puede atender sus recomendaciones.
El economista y el político tienen dos papeles claramente distintos en la sociedad. El papel del economista consiste en aconsejar lo que el Gobierno debe hacer. Su posición es normativa. El político debe hacer lo que se puede hacer, ya que no opera en un mundo sociológicamente neutral, sino en la sociedad real, donde todos los grupos sociales acuden a él para que les ayude a resolver sus problemas.
Quizá sea conveniente reseñar una breve, pero significativa, lista de las peticiones que en este momento se están haciendo al Gobierno, por diferentes estamentos, para que aumente el gasto público.
Las patronales piden que se financie el proceso de reconversión industrial; los sindicatos, que se extienda la prestación del seguro de paro y se mejoren los servicios sociales; la banca, que se le permita cobrar mayores intereses por los préstamos cautivos; los agricultores, que se aumenten sus precios y sus rentas y se les ayude en la gran sequía que padecemos; los pensionistas, que se les aumenten sus pensiones; los funcionarios, que se les aumenten los sueldos; las comunidades autónomas y los ayuntamientos, que se les financie con generosidad; los empresarios, que se financie la Seguridad Social a través del presupuesto público; el ANE (Acuerdo Nacional sobre el Empleo), que se financien 350.000 puestos de trabajo; el Plan Nacional de la Vivienda, que se financien viviendas sociales; la Iglesia católica, que se financie la enseñanza privada; la Administración de justicia, que se aumenten las dotaciones de tribunales y se mejoren las cárceles; el Gobierno, que se financien los costes de la entrada de la OTAN, y finalmente, los periódicos, que se aumente la subvención al papel prensa.
Esta lista podría ser realmente muy larga, ya que la crisis económica incide sobre otros muchos sectores.
Sin embargo, habría que observar que cuando un economista o grupo social pide que se disminuya el gasto público, lo que en muchos casos pide es que se aumente el apoyo del Gobierno a un grupo social y se disminuya el apoyo a otro u otros grupos sociales.
La ciencia de la hacienda ha progresado recientemente de modo notable en el campo de la sociología financiera, donde aparece claro, desde una ideología de derechas (Escuela de Virginia) como de izquierdas (neosocialismo), que el presupuesto público es uno de los sitios fundamentales donde se dirimen los conflictos entre grupos sociales.
El Gobierno, por tanto, no es, como han pretendido los marxistas, un representante de una clase social que gobierna pura y simplemente en beneficio de esta clase social, sino un gestor que debe conducir una sociedad compleja y en crisis económica, atendiendo intereses y presiones muy contrapuestas.
En el momento actual resulta terriblemente difícil comprimir el gasto público, como está experimentando en Estados Unidos el presidente Reagan, sin levantar graves descontentos sociales en los grupos afectados. Tampoco resulta posible aumentar indiscriminadamente la presión fiscal, ya que los grupos sociales afectados no lo admitirían, a través de sus representantes elegidos o por otros métodos más expeditivos y menos aconsejables.
Por tanto, el único recurso que queda consiste en recurrir a la deuda pública interna y externa.
Sería muy conveniente que todo tratamiento de reducción del déficit fuera acompañado de una exposición concreta de cuáles gastos deben reducirse. En caso contrario, la recomendación cae en el vacío. Habría que añadir también una valoración del precio político pagado por la reducción.
Con una tasa de crecimiento económico aceptable, algunos de estos problemas suavizarían sus aristas y podrían ser reconducidos a una nueva perspectiva.
Sin embargo, más de seis años de estancamiento económico y una perspectiva muy poco halagüeña para los próximos dos o tres no permiten albergar grandes esperanzas. Quizá pueda parecer algo primario decir que el Estado benefactor (Welfare State) de los años sesenta se está convirtiendo en el Estado bombero, donde todos los grupos sociales acuden cuando están en conflictos insolubles. Pero así es.
La recuperación, pues, del proceso de crecimiento es fundamental para recobrar un cierto equilibrio financiero. La tregua en el crecimiento del precio del petróleo y la moderación salarial son dos aspectos importantes de la nueva situación. Sin embargo, no parecen ser suficientes para relanzar la economía.
En el debate mantenido en Estados Unidos sobre la nueva situación es de gran relevancia la afirmación de Lester Thurow (véase Newsweek, 16-11-81), consejero conservador del presidente Reagan, quien afirma:"Ha llegado el momento de reconocer que la economía americana (y seguramente la española) necesita dramáticamente de una política de dinero barato por un largo período de tiempo".
Los empresarios españoles difícilmente pueden invertir con una tasa de interés del 20%. Es muy arriesgado comprometerse a devolver un dinero obtenido a este coste.
Asumiendo el consejo de Lester Thurow, los economistas deberíamos pedir al Gobierno español que haga cuanto pueda para que en España disminuya la tasa de interés a niveles que el beneficio esperado del empresario sea mayor que el coste del dinero.
Algunos empresarios (seguramente muchos) manifiestan que tienen la impresión de estar trabajando exclusivamente para la banca. Sin un beneficio privado, la función de empresario no tiene sentido. Salvo el de empresario dé banca.
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