Atención a los Presupuestos
LOS INGRESOS del Estado, Seguridad Social, organismos autónomos y corporaciones locales, es decir, del conjunto de lo que se llaman las, administraciones públicas, representarán en 1982 el 25% del producto nacional bruto (PNB), mientras los gastos de esos organismos supondrán el 30%. del conjunto de bienes y servicios producidos en España. El déficit financia los cinco puntos de diferencia. Estas cifras, que no incluyen las empresas públicas, ilustran la importancia del sector público en la vida económica.En definitiva, los niveles de gastos e ingresos públicos empiezan a aproximarse en España al 35% que representan, en porcentaje del PNB, la media de los países de la OCDE. En 1982 debemos ya tener un porcentaje de gastos públicos en relación a los gastos totales del país superior al de Japón y equivalente al de Estados Unidos.Además, desde el comienzo de la crisis, del petróleo, es decir, desde 1974, los ingresos fiscales, pero también los gastos públicos, han crecido en España a un ritmo muy superior al del resto de los países industriales de Occidente; esto quiere decir que la presión fiscal se ha incrementado en España a una velocidad superior y que el déficit público también ha crecido más deprisa. Y, sin embargo, los resultados conseguidos por los respectivos Gobiernos de UCD no parece que por lo pronto sean dignos de imitación como para insistir en la misma vía cambiando sencillamente las apariencias.
Pero el déficit y la presión fiscal de estos últimos años no es tan sólo el resultado exclusivo de la acción del Estado. La sociedad exigía una redistribución de los ingresos en favor de los pensionistas de la Seguridad Social y del Estado, es decir, un aumento de las transferencias. El legislativo ha aprobado complacido esta línea de actuación e incluso ha añadido dosis de generosidad por su propia iniciativa: las pensiones derivadas de las situaciones producidas por la guerra civil. Este ejemplo no ha resuelto muchos casos extremos y, sin embargo, ha incrementado los gastos del Estado. Por otra parte, el sector empresarial ha asistido unas veces complacido a la magnificencia del Estado y otras se las ha arreglado para traspasarle negocios en pérdida, que acababan aumentando los déficit. En última instancia, las consecuencias de la recesión económica reducían las rentas imponibles y de ahí los ingresos públicos, mientras el aumento del paro elevaba los gastos.
El presupuesto y el déficit han reflejado todas estas tensiones y, por supuesto, han tejido una red de salvaguardia para la indigencia que habría producido la inflación entre los pensionistas y la eventual miseria de los parados. Incluso el déficit ha contribuido a sostener la actividad a través de las transferencias en favor de las personas con menores niveles de renta. El problema, no obstante, radica en que la eficacia del gasto público es muy dudosa y que un incremento continuo de la presión fiscal sin alterar nuestro sistema impositivo recae en exceso sobre las empresas, a través de las cotizaciones sociales.
La comparación de nuestro sistema impositivo con el de los países industriales demuestra la excesiva carga de la fiscalidad vía cotizaciones de la Seguridad Social y la menor importancia de los impuestos sobre la renta y los que gravan el. gasto. Las modificaciones introducidas a última hora por el partido del Gobierno, aumentando los tipos del impuesto sobre la renta mientras se acepta un descenso de las cotizaciones a la Seguridad Social, es un buen comienzo de estrategia que debe pronto verse completado con la implantación del impuesto sobre el valor añadido (IVA). El incremento ya decretado en el ITE haría que su cambio por el IVA no tuviese un impacto inflacionista excesivo y además restablecería el equilibrio de nuestra imposición indirecta con la extranjera.
En definitiva, el gasto público continúa siendo la pie dra angular en la eficacia de una Administración. Pero aquí el Presupuesto llega al Parlamento sin análisis y de bates previos. Contra reloj deben aprobarse partidas y partidas de gastos sobre las que los parlamentarios carecen a menudo de la información necesaria. Hasta el propio Gobierno no tiene una idea clara de lo que está pro poniendo ni cuál es la estrategia de política económica que sustenta el Presupuesto. Y en esto es precisamiente donde el partido de la oposición debería dar su gran batalla. Pero el espectáculo de los parlamentarios aprobando apresuradamente gastos, mientras están más pendientes de lo que ocurre en sus partidos, no es ninguna garantía de que se produzca un debate riguroso. Discutir sin más ni más sobre el nivel de déficit y de la importan cia de la presión fiscal equivale a confundir la labor de fiscalización del Parlamento con un debate semiacadémico. Y mientras continúe esa actitud, el Ejecutivo podrá seguir con su negligente displicencia a la hora de administrar los recursos públicos.
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