Las propinas, un medio de vida para más de 10.000 madrileños
Se calcula que más de 100.000 madrileños consiguen vivir decorosamente gracias a las propinas de sus convecinos. Millares de camareros, guardacoches, peluqueros, taxistas, porteros y, botones de hotel, además de los empleados de bingo y otros profesionales de distintos gremios, dependen de la esplendidez de sus clientes y hacen posible un variado ceremonial que ya es inseparable de la vida de la ciudad. Entre las pequeñas recaudaciones o botes de los bares modestos y el 1.300.000 pesetas diarias que se calculan al nuevo casino Gran Madrid hay un interminable catálogo de ambientes y personajes.
Todo empieza cuando los automovilistas tienen que detenerse en las calles más disputadas y en algunos de los espacios convertidos en parques móviles: cientos de guardacoches, oficiales o espontáneos, vigilan y esperan su llegada mientras hacen girar en el aire los silbatos colgantes de metal o sus gorras oscuras, a menudo adornadas con escudos municipales, galones dorados y cintillos de cuero para darse un leve toque policiaco, una garantía de autoridad: o mueven con gran soltura sus talonarios azules o rojizos, y los hacen zumbar con disimulo, pasando la uña del pulgar por el canto de las hojas, para llamar la atención de los nuevos clientes.En el trabajo de los guardacoches la clave de la rentabilidad es la rapidez. Si algún cliente se acerca a los descampados de la avenida del Manzanares en días de mucho movimiento, o a los palacios de exposiciones de la Casa de Campo, o a la pradera de San Francisco, o al Torreón o a la plaza de El Pardo, hacen señales con gran energía para indicar dónde está el mejor hueco, según este orden de preferencia: sombras de árboles, puestos de fácil salida y sitios de clase Ce. Luego, Rufo, el encargado de la plaza, corta una hoja de su talonario de color naranja, se ajusta la gorra, mano derecha a la visera, mano izquierda arriba, se acerca a la ventanilla y dice: "Son quince; quince pesetas. La mitad para el Patrimonio Nacional y la mitad para mí", aunque no se sabe muy bien si ha dicho patrimonio o matrimonio. En los fines de semana, más de cuatrocientos conductores eligen el aparcamiento de El Cristo, y unos 3.000 más se reparten hacia abajo, a través de llanuras desde las que alcanzan a verse pinos, gamos y cuarteles. A Rufo la profesión le da para poco: con su vieja chaqueta jaspeada, sus vaqueros, su barba rala y desigual y su gesto de absoluta indiferencia casi podría pasar por un pordiosero. Pero, al contrario de lo que hacen muchos de los vagabundos que ocasionalmente se transforman en vigilantes a condición de que sea domingo, nunca mendiga una propina, ni siquiera la pide por favor. "La cuota es voluntaria: si le parece mal puede quedarse gratis, amigo". Más allá de los cristales del invernadero O'Xardin brillan un momento los claveles, orquídeas, macetas de fantasía y unas ramas de musgo geométrico, "Auténtico musgo alemán", que están en oferta.
Crisis energética; crisis de generosidad
Para Sergio Torres, un taxista de 34 años, en estos duros tiempos que corren la esplendidez está asociada a los aeropuertos. "Los clientes de ciudad-ciudad dejan como mucho cinco o diez pesetas". Desde la última subida del precio de los carburantes muchos pedidos de gasolina ya no se hacen en litros, sino en pesetas: "póngame mil". Las propinas desaparecen de los surtidores, y de las nóminas de los carteros y de los chicos de recados, y continúan en las de los mecánicos de automóvil, fontaneros y porteros de los grandes edificios; sobre todo, antes y después de las vacacíones. Los restaurantes más lujosos mantienen la tradición, si bien han aparecido nuevos trucos de los clientes desaprensivos: consiste en pedir la cuenta y en dejar, junto a la factura, cien o doscientas pesetas. Si no están avisados, los camareros suponen que la cuenta ya ha sido saldada y confunden el señuelo con la propina. Se sabe que la eficacia del truco es directamente proporcional a la velocidad de retirada del cliente.María, la encargada de lavabos y retretes de las Cuevas Sésamo, en la calle del Príncipe, no suele conceder ninguna ventaja a los clientes veloces. Al verlos reaparecer en el pasillo se lleva la mano derecha al bolso del mandil blanco y, con una gran desenvoltura, hace sonar las monedas-reclamo que tiene preparadas para el caso. En un inevitable acto reflejo, los usuarios dejan una o varias monedas de propina. Al fondo de la falsa cafetería superior de las Cuevas Sésamo, rodeada de vitrinas con libros, dedicatorias, carteles y prospectos de exposiciones, María dice siempre un "gracias" maquinal, sin acento, que parece venir directamente de sus cuellos de almidón.
Muy cerca, al final de la carrera de San Jerónimo, los dos porteros de día del hotel Palace se reparten el trabajo, resguardados en los dos faroles y en los barrotes de hierro forjado, con adornos de purpurina, de la puerta principal. Llevan trajes de color azul marino, con solapas y bocamangas azul claro, ribeteadas de blanco. A intervalos de uno a tres minutos, alguien sale del hotel y pide un taxi, o alguien llega: en el primer caso, uno llama al primer taxi de la fila, mientras el otro prepara los bultos y pregunta si todo va bien. Un 80% de los huéspedes que llegan y casi un ciento por ciento de los que se van les entrega sin demasiada ostentación un billete o varias monedas grandes. Ellos guardan las propinas en los bolsillos de sus chaquetones con un movimiento suave, natural, como se guarda un pañuelo.
Al otro lado de la plaza de Neptuno, el portero del hotel Ritz, vestido con un traje azul-gris de parecido corte, se mueve con gran estilo. Si el cliente es un hombre, suele hacerle un saludo casi militar; si es una mujer, se descubre y se lleva la gorra al pecho. En el momento oportuno da un silbido corto: al otro lado de la calle, el taxista de turno se pone en marcha. Con una habilidad de prestidigitador, el portero vuelve a cubrirse y guarda la propina en un solo gesto.
Con los porteros de los mayores hoteles sucede como con Isaac, el del restaurante El Bodegón, en la calle del Pinar: nadie se siente capaz de calcular sus auténticas ganancias. Se dice que en cualquier mal día aparca y vigila más de cien coches y que ningún conductor le entrega menos de cien pesetas. Si estas cuentas fuesen ciertas, Isaac se embolsaría 300.000 mensuales; el asunto es que, como muchos de sus colegas más populares, tiene una leyenda de millonario, que sabe llevar con el espíritu deportivo y la cordialidad justa, irreprochable, de los mayordomos de alta escuela. En los días especialmente fríos se cobija en el voladizo de madera, mira arriba y abajo, y se divide entre saludos, maniobras, sumas y reverencias.
Peluquerías, salas de juego
Para algunos articulistas, la propina es una institución decadente en la que se esconden viejos principios de desigualdad y servilismo. Pero en todos los países occidentales es una garantía de supervivencia para millones de familias, y en Madrid, para millares de veclinos. En todos los cines de la capital, los acomodadores siguen calibrando la cuantía de las propinas al peso, como Gary Cooper comprobaba el número de cartas en la baraja de naipes, por si algún compañero de mesa se había quedado con un as en la manga. Casi nunca tienen agradables sorpresas; están condenados a la calderilla y hacen sus planes en moneda fraccionaría, porque son muy pocos los clientes que les dejan más de quince pesetas. En una indudable afinidad, tampoco han aumentado la de sus compañeros de los grandes pabellones deportivos y estadios.Sin embargo, han aumentado y se han diversificado las propinas en los grandes salones de peluquería. Los clientes y clientas de Hermanos Blanco, en la Gran Vía, responden con frases muy cortas a las preguntas de las niñas encargadas de lavarles la cabeza. Después de decir "graso", "seco" o "caspa", son lavados, batidos y desenredados y, al despedirse, dan cincuenta pesetas a mano vuelta, porque muchos de los clientes de los grandes salones sufren un íntimo complejo de tacañería. Después mantienen con el maestro peluquero una larga discusión que comienza en la pregunta "¿qué va a hacerse usted?" y suele terminar en la respuesta "haga usted lo que mejor le parezca", por un ineludible sentimiento de que el peluquero siempre ti ene razón. Cien pesetas de propina bajo la bóveda del secador, y otras cien a la manicura-pedicura son, más o menos, el final de todas las conversaciones.
Antes de pasar a la sauna, las ellentas visten una bata-albornoz de color azul turquesa y calzan unas chanclas de goma. Allí, entre las dos camas de la sala, cortinas verde-quirófano y revistas del corazón, María Angeles las recibe con una fuerte reprimenda por sus flaquezas en el cuidado del cutis. Hora y media después, les ha abierto los poros de la cara, el cuello y los hombros con ayuda del robot, ha limpiado y repasado con un tónico, ha dado masajes y capas de crema hidratante y ha aplicado una mascarilla que no es, desde luego, la máscara de hierro, pero impide hacer gestos, so pena de fijar las arrugas, patas de gallo y otros signos externos de decadencia. Dice María Angeles que la máxima esplendidez de los clientes "empieza a los veinticinco años y disminuye hacia los 35; tal vez porque a esa edad comienzan a echarse de otro modo las cuentas". Dejan de cien a 150 pesetas sin ostentaciones, excepto los nuevos ricos, que parecen llevar un sonajero en cada mano.
La discreción de los grandes salones de peluquería contrasta con la ampulosidad de las salas de bingo, en las que la entrega de la propina es un acto público. En las noches del Canoe, donde se reparten premios de medio millón de pesetas, los billetes se mueven en las bandejas como colas de faisán y pasan bajo la mirada agresiva de los jugadores desafortunados, entre mesas llenas de tachaduras, estadísticas, rotuladores y gentes que cruzan los dedos. Los sueldos medios de los empleados de bingo son bajos, "de 30.000 a 35.000 pesetas mensuales", dice Paco Fernández, que tiene una larga experiencia en salas. "Por eso, las propinas son la única posibilidad de ganar un salario decoroso. En los establecimientos pequeños, la propina total por línea y bingo suele ser de cuatrocientas, pesetas; en Canoe, donde se cantan unos noventa diarios, llegan a ser de más de 5.000".
Apenas transcurrido un mes desde la inauguración del casino Gran Madrid ya se dice que la recaudación media diaria en propinas es de 1.300.000 pesetas. Tiene, como todos los casinos, otra medida de la esplendidez, quizá porque en él las monedas de curso legal son de plástico de colores, y porque siempre duele menos tirar una ficha sobre el número veintitrés que tirar un billete de banco. Los crupieres, de rigurosa etiqueta, si se exceptúa el rasgo contradictorio de los bolígrafos, reciben las propinas casi siempre en fichas marrones de cincuenta pesetas, monedas de cobre sintético, de acuerdo con el protocolo internacional "¡Para empleados!/ Empleados, ¡gracias!", y las hacen desaparecer en un segundo. Viendo a Pilar, la repartidora de cartas de una de las mesas de black-jack, los clientes se preguntan si alguna vez han dado propinas suficientemente altas, y Paco insiste en que no hay propina más propina que el sueldo base.
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