Si el guión lo exige
Tal era hace años la condición, en realidad justificación, que las actrices españolas aducían a la hora de lucir en la pantalla sus encantos naturales. Vino una primera ola que invadió nuestras salas, verdadera carrera por mostrarse más desnudas que nadie o, por mejor decirlo, con menos prejuicios que el resto de las demás rivales. Jóvenes, menos jóvenes. nuevas o veteranas, además de alguna que otra consagrada, buscaron su coartada principal en guiones que apenas existían a la hora de firmar el contrato.Las primeras en lanzarse a los tiempos de Adán fueron las más necesitadas de promocionarse luego las consagradas, por no dejarse arrebatar sus dominios, y, a la postre, las aguas volvieron a su cauce, aunque apenas se imagine hoy una historia sin su habitual secuencia de cama, bosque o prado, a no ser que un cálculo previo aconseje evitarla con vistas al mercado de menores.
S
O. B.Escrita y dirigida por Blake Edwards. Fotografía: Harry Stradling. Música: Henry Mancini. Intérpreles: Julie Andrews, Williain Holden, Maria Bercuson, Larry Hagman, Shelley Winters. Comedia. Color. 1981. Local de exhibición: cine Paz.
Hoy, en España, el sexo parece, si no animado, al menos dirigido por los cauces eternos, donde moral y hábito acostumbran a la larga a encontrarse. En la América puritana no sucede lo mismo, y junto a los carteros que llaman dos veces, acusados de pornógrafos, y las ligas para defensa de la decencia, se realizan historias como ésta, cuyo suspense final es saber si, a la postre, la angelical y ya madura Julle Andrews llegará a aparecer con los pechos al aire.
Sabida es la fascinación que en el americano medio ejercen tales glándulas, a las que Lana Turner y un rosario de estrellas deben su gloria y fama, rivales de Sofía Loren, quizá por confundir el sexo con eternas añoranzas maternales. Black Edwards lo conoce también y, consciente de ello y de la medida que el público exige a sus historias ha escrito ésta, que, aun sucediendo en Hollywood, responde muy claramente a tal tipo de preocupaciones.
El relato, sin embargo, trata de reflejar un tipo de sociedad vedado en su realidad a los habituales espectadores, y así, a medio camino entre lo que es y lo que se adivina queda, a la postre, convertido en un guiñol trepidante bastante deshumanizado. Ello hace que el público, a ratos, se aburra, pues, aparte de algún que otro chiste o situación divertida, la verdad es que el realizador afortunado de tantas comedias excelentes en ésta evidencia una falta que le lleva a repetirse.
Interpretado a gritos por buenos actores que se parodian a sí mismos, salvo William Holden, gesticulado y a la carrera siempre, ni la música del eterno Mancini, ni su coreografía ocasional, ni la pantalla espectacular hacen olvidar al espectador el frío gélido de la sala, ni el hecho de que la proyección, como en los cines de pueblo, comience, entre las protestas del público, con más de media hora de retraso.
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