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El tercer acto

¿Qué siente un hombre al descubrir que se hace viejo? ¿Qué piensa, qué sentimientos le asaltan al advertir que la vida se le va? ¿Qué le pasa, en realidad y de verdad, al darse cuenta de que ha llegado al tercer acto del drama y comienza a salir del escenario?¡Quién puede saberlo! Las reacciones varían mucho de individuo a individuo. Los hay que probablemente se hacen viejos sin más, sin apenas pensar en ello. Es obvio, sin embargo, que otros se defienden, se engañan a sí mismos -no tanto a los demás- adoptando el talante de los jóvenes, aunque sin la eficaz ayuda del diablo. Algunos se entregan a las reflexiones más sombrías, se deprimen, incluso se suicidan: en todo caso, se rinden. Pero, naturalmente, tampoco faltan quienes-aceptan bien lo inevitable, se acomodan a la edad y llevan la vejez con dignidad. En definitiva, hay de todo.

Por lo demás, el envejecimiento es un proceso. La primera impresión, desde luego, es de sorpresa. Al pronto, casi nadie acepta que eso le haya podido pasar a él, y además tan de improviso. Cuesta mucho admitir que lo fundamental de la vida ya está hecho, y que cada vez -son menos y más inciertos los proyectos que pueden emprenderse. Lo más duro, quizá, es abandonar la confortante cobertura del todavía -todavía no hice esto o aquello, pero tiempo habrá para caer en la cuenta de que se va haciendo tarde para casi todo porque, en el fondo, la commedia e finita. Cuando esto ocurre, seha pisado el umbral de la vejez.

¿Qué ocurre luego? La cuestión varía con las circunstancias Como la juventud o la madurez, la vejez no es sólo un estado biológico, no es sólo cosa de años, sino también, y muy principalmente, es lo que se hace con ellos. En cierto modo, pues, se trata de una interpretación. En otros tiempos, no demasiado lejanos, ser viejo era menos complicado que hoy. Por lo pronto no había tercera edad. Existían personas mayores a quienes las familias o las comunidades atendían mejor o peor, según los casos, pero de una forma biográfica, no como clase. En otras palabras, su número era menor, y su integración, mayor. La veteranía se consideraba un mérito, y la ancianidad inspiraba una cierta reverencia: no era preciso recurrir a eufemismos para hablar de la vejez. La comunidad, la familia, las creencias religiosas ayudaban a la persona mayor a cumplir con dignidad su cometido de ir abandonando el mundo. En ese trance, la vejez no estaba sola.

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Hoy las cosas han cambiado. De un lado, es cierto que el Estado protector ha tomado a su cargo la ayuda institucional a la tercera edad: dispensarios, pensiones, residencias, aulas culturales, centros y hogares del jubilado, y muchas otras cosas que están sin duda bien. De otra parte, la vejez se ha convertido en una edad residual, ajena al cuerpo social, y a la que es menester ayudar por imperativos éticos. En otras palabras, la vejez se ha transformado en una cuestión social, sumamente gravosa y, por tanto, incómoda. Quiero decir que los tercerañistas son cada vez más, sólo producen gastos, y carecen de fuerza, si se exceptúa la del voto. Y esto, que es muy duro, pero cierto, resulta particularmente grave en una situación de crisis, para una sociedad profundamente competitiva y materialista, que ha hecho del juvenilismo su ideal de vida.

En otras palabras, la dureza de la lucha por la existencia y la aceleración de los cambios históricos exigen del hombre actual, por lo menos en Occidente, una plenitud física y una capacidad de adaptación que las personas mayores ciertamente no poseen, salvo excepciones que confirman la regla. De ahí que la sociedad contemporánea no sepa muy bien qué hacer con los que flaquean, y haya optado por el apartheid. A última hora, digámoslo con toda claridad, lo que ocurre es que nuestras estructuras socioeconómicas no se compaginan bien con la vejez: dan más años a la vida, pero no más vida a los años. Desde tales planteamientos, insisto, la vejez constituye una edad residual; por ello, a menos que las cosas se enfoquen de otro modo, la tercera edad amenaza con ser una edad de tercera. De ahí que muchas personas se resistan a envejecer.

De ahí, también, que la vejez se desvirtúe. Lo cual es sumamente grave, para las personas mayores y para la sociedad.

Actualmente, la vida se halla en trance de perder una de sus edades, o de falsificarla, que casi es peor. El tiempo del hombre no es uniforme; por eso hay edades, irreductibles unas a otras. El tiempo que no es de su tiempo es mal tiempo. Ni las edades del hombre son Intercambiables, ni es tampoco bueno que se reduzcan todas a un mismo molde, a un modelo unisex que lamine la orografía de la vida. El tiempo humano posee relieve, espesor; no es lineal, gana densidad y sabor con los años, como el buen vino. Es lo que se llama experiencia o sabiduría de la vida: algo, en fin, que los enloquecidos del juvenilismo pretenden pasar por alto.

La equivocación es inmensa, como suelen serlo las compartidas por toda una época. Alienar a la vejez, distanciarla de los demás y de sí misma, es un tremendo error de base, que no se corrige con el aumento de prestaciones y servicios, aunque esto sea bueno. En el conjunto de la vida del hombre cada edad tiene su papel, y el de la última no es menos necesario que el de las otras. Ciertamente, se trata de roles distintos, pero complementarios. Se yerra al imaginar que la vejez es peor que otras edades, y que, lo piadoso es lograr enmascararla. Yo pienso, por el contrario, que adormecer el espíritu nunca es bueno, y que justamente, por ser la última, la vejez es la verdadera edad: quiero decir, la edad de la verdad, cuando todo se contrasta y se valora.

Precisamente esa presencia -el joven puede morir, pero el viejo tiene que hacerlo- es lo que dignifica la vida del anciano, o simplemente de quienes están ya en el tercer acto de su drama personal. No es cierto que por entrar en él la vida esté ya hecha y sólo quede la retirada a una reserva más o menos confortable. En ninguna parte está dicho -con razón, se entiende- que ser viejo consista en dimitir de la vida real y en olvidarse de la muerte. Ahí está el error de un pragmatismo mal entendido. En la vida no todo es correr, no todo es eficacia. Conviene también saber dónde se va y al servicio de qué se mueve la eficacia. Hace falta también sabiduría. Y aunque es obvio que no todos los viejos somos sabios, por supuesto que no, es verdad que la experiencia de la vida se decanta sobre todo al doblar las últimas vueltas del camino, cuando las pasiones ceden, el equipaje se aligera y la proximidad de la muerte libera de otros temores y respetos. Por eso es un inmenso error no escuchar la palabra prudente de los viejos.

Cuenta Homero que el gran Aquiles no atendió la palabra sabia de Néstor, su viejo preceptor. No hacerlo trajo a los aqueos muerte y desolación.

José Luis Pinillos es catedrático de Psicología.

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