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Crítica:DANZA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La inevitable evolución del Ballet Nacional

El amor brujo.Hace tiempo que en el mundo de la danza española están pasando cosas nuevas y estimulantes que tratan de renovar la forma y el fondo de un estilo de danza teatral que lleva sesenta años alimentándose de la revolución producida por La Argentina y los grandes artistas de los años veinte y treinta.El miércoles, en la Zarzuela, el Ballet Nacional Español lanzó al público un condensado de todo eso que viene moviéndose subterráneamente con la presentación de un ballet de Rafael Aguilar, Retrato de mujer. La sorpresa fue morrocotuda: hubo gritos, silbidos, patadas y, probablemente, más de un rasgado de vestiduras -sobre todo, cuando apareció en escena un bailarín sobre patines- por parte de un público que esperaba sin duda al Antonio de siempre, sacralizado ya con la dirección del Ballet Nacional Español.

Nueva coreografía de Antonio sobre música de Manuel de Falla

Decorados y figurines de J. CaballeroRetrato de mujer. Coreografía de Rafael Aguilar sobre un «collage» musical de C. Halffter, G. Bizet y sones flamencos, con poemas de Miguel Hernández. El sombrero de tres picos. Nueva coreografía de Antonio sobre música de Manuel de Falla. Decorados y figurines de P. Picasso. Ballet Nacional Español. Director: Antonio. Orquesta Sinfónica de Madrid. Director: Benito Laurent. Artista invitada: Manuela Vargas. Teatro de la Zarzuela, miércoles 21 de octubre.

Al final, sin embargo, los aplausos fueron atronadores para el patinador, para Antonio Alonso, que se marcó un escalofriante baile -¡en bañador!-; para Manuela Vargas, que puso a los espectadores la carne de gallina con la sobrecogedora expresión de sus hombros levantados, de sus manos sabias y de su real porte; para la recitadora, Carmen Casarrubios; para el coreógrafo y para todos los que habían participado en aquella insólita experiencia, incluido, por supuesto, Antonio, que se había atrevido a salir por las bravas de los caminos trillados y hacerse pionero de una evolución tan necesaria como inevitable.

Hará falta verlo muchas veces antes de juzgar este Retrato de mujer, pero hay varias cosas que se pueden decir de entrada: Aguilar ha intentado -y en buena parte ha logrado- romper los moldes estéticos y técnicos en que ha venido desarrollándose el ballet, más que español, de sabor español, mediante un uso radicalmente nuevo de los elementos exteriores a la danza (collage musical de mezclas insólitas, incorporación de la voz a la acción, integración muy peculiar del decorado y los objetos) y un acercamiento a la técnica de la danza moderna como un instrumento más con que revitalizar la expresión coreográfica.

El resultado es un ballet largo, sin duda algo caótico, quizá excesivo en cuanto a sus pretensiones y evidentemente, al menos para una parte del público, provocador, pero cuya fuerza expresiva y capacidad de sugerencia son, hoy por hoy, bien superiores a los desgastados y abusivos intentos de balletizar la danza española e incluso el flamenco. Retrato funciona, con todos sus defectos, fundamentalmente porque la,. raíces de esa danza moderna -no tan moderna ya, por cierto, pero se la sigue llamando así- no están tan alejadas de los supuestos básicos del flamenco como pudiera sospecharse.

Esa forma de estar en el suelo, no provisionalmente entre dos saltos, y sobre la superficie más pequeña posible, como en el ballet clásico, sino palpándolo con todo el pie, agarrándose a la tierra, dándole patadas; esa vida que inesperadamente cobran ciertas partes del cuerpo -hombros, manos, pelvis-; ese movimiento brusco, lleno de ángulos y aristas, esa carga pasional y, -subyaciendo, esa afirmación trascendente del hombre, son tan esenciales al flamenco más puro como a la revolución que, en la danza americana y alemana, hicieron Graham, Humphrey o Wigman. La experiencia, en todo caso, vale la pena.

Mucho más previsibles y esperadas las nuevas versiones de El amor brujo y El sombrero de tres picos sugieren comentarios matizados. La primera refleja un cansancio de la vieja fórmula, que la nueva coreografía no hace sino agravar. La segunda, por el contrario, recuperados los figurines y el decorado que Picasso hizo para Diaghilev, bien bailada por un cuerpo de baile alegre y en forma, y eliminada buena parte de las empalagosas monerías de versiones anteriores, tiene gracia y, hasta cierto punto, hace honor a una de las partituras más ilustres de la música española. Conchita Cerezo, de molinera, mostró buenas cualidades de bailarina, como Ana González en Retrato y en el papel de Candela en el Amor brujo, aunque la personalidad de Manuela Vargas casi eclipsó a los demás.

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