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La lección de humanismo de Enrique Lafuente Ferrari

Tantas cosas y tan buenas hubo en el Santander del pasado verano que parece necesario, no como «cabo suelto», sino como acicate de memoria para pozo de reserva, señalar las obligadas a meditación. De las más importantes por el sitio, el cuidado, la asistencia y el ambiente ha sido lo de Santillana -su alcalde y su Fundación- rindiendo justísimo homenaje a Enrique Lafuente Ferrari, el maestro de la historia del arte y el maestro de la crítica, las dos direcciones que conviene no separar.Aquel tomito de humilde presencia, de letra apretada, de coste barato, sigue siendo modelo: me refiero, claro está, a la Breve historia de la pintura española. Eran los tiempos de nuestra adolescencia, cuando los enamorados, pedantes que éramos, teníamos como sitio soñado de cuchicheo, manos entrelazadas y palabras de Pedro Salínas, los divanes del Museo del Prado, semivacíos, salvo los domingos. Menos pedante, pero mucho más cursi, era el empleado de un par de duros para el té-baile del Palace. Lo del museo dejó de ser pedante y se hizo lección de humanismo para los Ojos del espíritu con el libro de Lafuente Ferrari. Lafuente Ferrari era y es, primariamente, historiador, y de historia fue su tesis doctoral y académico de ella es por unanimidad.

Inseparablemente, es hombre de cultura vivida: esos dos polos de atracción unidos por la sensibilísima vista cansada y enferma ahora de tantas miradas como delicia y como taladro captadora de esencias, dieron al libro su magisterio. Hace muchos años, presentando la tercera edición de mi Historia de la música, dije lo que repetí en el homenaje de Santillana: «Que tenemos siempre delante el imposible-necesario de alcanzar esa meta». Un joven maestro de la historia del grabado, Antonio Gallego Gallego, dice lo mismo en su reciente espléndida y exhaustiva historia. Pero estos jóvenes no han tenido nuestra suerte: la ampliación del libro oyendo al Lafuente de la posguerra sus conferencias en el Museo del Prado.

Inseparablemente, maestro de exacta «belleza» en la crítica de arte. Entrecomillo lo de «belleza» por la cita que sigue de Paul Valéry: «La impresión de belleza, tan arduamente buscada, tan vanamente definida, es quizá el sentimiento de una imposibilidad de variación, de cambio virtual: un esplendor límite tal que toda variación puede hacerle, por una parte, demasiado sensitivo; por otra, demasiado intelectual. Y esta frontera común es un punto de equilibrio. Lafuente, extraordinario escritor, logra ese equilibrio, ese esplendor: un poco más y sus juicios serían demasiado técnicos, con esa supuesta técnica que tantas veces es un «bla, bla, bla» al que contribuyen los mismos artistas haciendo filosofía sobre dos líneas y una mancha o sobre casi sólo una nota tenida; un poco más y eljuicio caería en el exceso literario, otra forma de «bla, bla, bla» con la que nos crucifican otros pretendidos maestros.

¡Lo que hay de cultura viva y sedimentada en los escritos de Lafuente! Hay el inevitable fondo de la preocupación política de un liberal íntegro: decir, por ejemplo en el ejemplar libro sobre Santillana, que la tolerancia hizo posible la amistad entre Pereda y Galdós pero que luego fue imposible entre Ricardo León y Baroja, o criticar finamente al mismo Ricardo León poniendo en verso su prosa grandilocuente. ¡Tantas cosa!! Antes de la moda de la «sociología del arte», antes de que el libro de Hauser fuera comodín de camelo, Lafuente había colocado cuadros, templos y tratados sobre el fondo de sutiempo, de sus ideales y de sus frustraciones. Ahora, cuando se revive el magisterio de Ortega, conviene colocar a Lafuente muy en la cabeza de sus seguidores de línea.

Magisterio de vida el de Lafuente, de la vida que tuvieron nuestros grandes intelectuales y que no tienen hoy, y por eso no son grandes y por eso no tienen magisterio vivo: vida modesta, quizá modestísima en alguna época, pero más que «dorada», sí, en libros, en cuadros, en viajes para congresos, pero, sobre todo, en ese hogar, el hogar típico nacido del espíritu de la institución.

Liberal en su religiosidad, en su rectitud, en su enamoramiento, con música de piano o de flauta dulce hecha por sus hijos y ahora, me imagino, por sus nietos. Desde ese hogar, ninguna atadura reaccionaria en política o en arte: vacíos sufrió y hasta multas por su empecinado liberalismo, y «llenos» como de órgano para espumar lo más auténtico del arte contemporáneo.

Santillana, a través de su Fundación, es uno de los capítulos gloriosos de una auténtica «universidad a distancia». Para desgracia culpable de la universidad oficial, Lafuente, el doctor honoris causa por Francia, no ha tenido entrada en la nuestra. Señalaba al principio lo de la continuidad porque hay muchos capítulos del Santander de agosto, del Santillana de agosto, con apariencia de lujo, pero con mensaje dentro de necesidad. La Fundación Santillana ha dicho la primera gran palabra en el homenaje a don Enrique: la siguiente corresponde a. Madrid. ¿Sólo a Madrid? No, no, pues, ¡qué lección de «supernacionalidad» saber y palpar que Lafuente tiene en Barcelona amigos-discípulos! Haber viajado con él a Barcelona es experiencia para no olvidarla. Y como el prólogo a la nueva edición de su libro sobre Santillana es prólogo de prosa viva, alerta, aguda y tierna -va dedicada a su hijo el arquitecto-, el homenaje que se le ha hecho y el que se le debe aquí no es de jubileo ni de despedida, sino de diálogo.

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