Fiscales, jueces, policías
LA MEMORIA del fiscal general del Estado sobre los problemas de la Administración judicial y los hechos delictivos durante 1980 contiene datos de gran interés. Pendiente aún la promulgación de un Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal, José María Gil-Albert señala que la institución que encabeza ha dejado de caracterizarse por "una sustancial dependencia del Ejecutivo" y se esfuerza por alcanzar la autonomía e independencia que el ejercicio de sus funciones exige.El fiscal general del Estado se hace eco de las demandas sociales a fin de lograr que la garantía de la legalidad se realice también en el período de la investigación policial y se intensifique durante la instrucción sumarial. Para que esas metas puedan ser alcanzadas, observa con acierto José María Gil-Albert, es preciso poner a disposición del ministerio fiscal medios humanos y materiales muy superiores a los actuales. Cuando se recuerda que sólo en la fiscalía de Madrid entraron, a lo largo de 19801 más de 100.000 diligencias previas y que la plantilla orgánica de toda la carrera fiscal se compone nada más que de 297 funcionarios, o cuando se constata la carencia de personal auxiliar, medios de trabajo y métodos de racionalización de la Administración judicial, resulta muy difícil no aceptar como bueno ese diagnóstico.
La penuria de la organización de la justicia viene de lejos, al igual que la deplorable situación de la red penitenciaria. En este sentido, resulta poco disculpable que las Cortes Generales no se tomen más en serio, al discutir y aprobar los Presupuestos Generales del Estado, la asfixiante infradotación de personal y recursos del poder judicial, condenado en nuestro país a una posición de debilidad material más propia de un país subdesarrollado o de un régimen autoritario que de una sociedad moderna y democrática.
La memoria del fiscal general hace, alusión a la llamada crisis de la justicia y a la falta de correspondencia entre la realidad económico-social, en constante y rápida evolución, y un sistema jurídico inapropiado para satisfacer las exigencias actuales. En este contexto, creemos que los problemas de la delincuencia juvenil merecen un estudio más profundo y documentado en lo que se refiere tanto a las causas como a los remedios. La penuria de medios materiales, el aumento del trabajo y el estancamiento de la plantilla de jueces, magistrados casi fiscales, constituyen factores de primordial importancia. Pero José María Gil-Albert también alude a otras causas cuando se refiere a la "crisis de identidad" que comparten la generalidad de los fiscales, y subraya que la garantía por jueces y fiscales de las libertades y los derechos de los ciudadanos forma parte sustancial del nuevo ordenamiento jurídico democrático.
La sentencia del Tribunal Constitucional de 28 de julio de 1981, que estima parcialmente el recurso de amparo de un ciudadano condenado a cuatro años de prisión con la sola base de un atestado policial acusatorio, es un buen, ejemplo de las profundas alteraciones que puede producir en las prácticas judiciales y fiscales la correcta aplicación de los principios de la Constitución. La indiscutible independencia del poder judicial respecto a los otros dos poderes clásicos no implica en modo alguno soberanía ni su capacidad para desbordar el marco constitucional o situarse por encima del ordenamiento jurídico que debe aplicar.
En ese recurso de amparo, el Tribunal Constitucional ha sentenciado que el principio de la libre apreciación de la prueba por los tribunales, pieza básica de su independencia y autonomía, no puede prevalecer sobre el principio constitucional superior de la presunción de inocencia, garantizado por el artículo 24 de nuestra norma fundamental. Desgraciadamente, el supuesto considerado en este caso no ha sido infrecuente. Se trata de un acusado que firma una confesión de culpabilidad en la comisaría, pero que se retracta posteriormente ante el juez de su anterior declaración y proclama su inocencia, sin que existan pruebas para desmentirle. La sentencia del Tribunal Constitucional señala que la confesión ante la policía y el atestado que la contiene tiene únicamente valor de denuncia y sólo puede convertirse en prueba al ser reiterada ante el órgano judicial.
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