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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El cementerio marino

DESDE HACE algunos años, los países de la Comunidad Económica Europea vienen sepultando los residuos radiactivos de baja y media actividad producidos por las aplicaciones médicas e industriales de los radioisótopos, y los materiales contaminados de las centrales nucleares, en una fosa atlántica situada a 750 kilómetros de Finisterre. En estos días, el buque Louise Smits se dispone a descargar, en ese basurero atómico, cerca de 3.000 toneladas de esos peligrosos desperdicios, procedentes de Suiza, Holanda, Bélgica y Luxemburgo, sin que la opinión pública española haya recibido de sus autoridades suficiente información al respecto. Aunque ese cementerio marino se halla fuera de los límites de nuestras aguas jurisdiccionales, las costas gallegas y el litoral cantábrico podrían ser escenario de una catástrofe en el supuesto de que se produjeran accidentes en las operaciones de vertido de esos residuos.El silencio gubernamental es tanto más sorprendente cuanto que los residuos de baja y media actividad generados en nuestro país no se depositan en esa fosa atlántica, sino que son enterrados en una mina de la provincia de Córdoba, localización, por lo demás, que ha suscitado la protesta de los habitantes de la zona y una pregunta parlamentaria del Grupo Socialista. En ese sentido, la falta de sensibilidad en torno á las preocupaciones concretas y directamente vividas de los ciudadanos encuentra en las cuestiones ecológicas un banco de prueba tan espectacular y dramático como en el asunto de los fraudes alimentarios.

El secretario general de la Asociación para la Defensa Ecológica de Galicia ha expuesto en las páginas de Opinión de este mismo periódico (véase EL PAÍS de 17 de septiembre de 1981) sus temores acerca de los peligros que para las costas gallegas representa el basurero atómico del Atlántico. El cementerio marino es frecuentado por pesqueros españoles que faenan en esas aguas, y las corrientes marinas pueden arrastrar hasta nuestro litoral los productos radiactivos dispersados en el océano o liberados por eventuales grietas y fisuras. No parece, por lo demás, que ningún científico haya presentado todavía pruebas contundentes e Irrebatibles de que los recipientes empleados para depositar los residuos a grandes profundidades marinas -en torno a los 4.000 metros- se hallen a salvo de riesgos de resquebrajamientos y fisuras como consecuencia de la enorme presión del mar. En el hipotético caso de que se produjeran esas grietas la radiactividad podría alcanzar claramente las cadenas tróficas de los océanos, con el agravante de que la radiactividad es acumulada al pasar de un eslabón a otro, y los seres humanos, situados en el vértice de la pirámide alimenticia, recibirían las más altas dosis.

Esa posibilidad, sin embargo, ha sido rechazada de plano por el director del Instituto Español de Oceanografía, que afirma que el agua del mar podría absorber sin peligro la radiactividad, incluso en el supuesto de que se produjera un accidente en el vertido de los residuos o en los recipientes. Sería trágico que el transcurso de los años confirmara los temores de los pesimistas y desautorizara a quienes ahora descartan por completo cualquier riesgo. Nadie debiera olvidar, en cualquier caso, que las advertencias y los pronósticos de los movimientos ecologistas, tomados a broma o tratados con desprecio durante largo tiempo, han resultado en ocasiones ciertos. El Gobierno, así pues, debe dar respuesta a las preguntas que los ecologistas y los ciudadanos preocupados por el deterioro del medio le formulan, y no despreciar, como incordios molestos o temores irracionales, peticiones y protestas que los ciudadanos tienen derecho a formular al amparo de la Constitución española.

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