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Tribuna:La larga aventura del "Guernica" / 2
Tribuna
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París, 1937

El primer acercamiento de la España del Frente Popular a Picasso, una vez iniciada la guerra civil, no tuvo que ver ni con ningún encargo concreto ni con ninguna exposición colectiva. Según él mismo ha contado, fue empresa personal -hasta el punto de que no consultó inicialmente a su propio ministro- del director general de Bellas Artes, Josep Renau. Consistió en el ofrecimiento de la dirección del Museo del Prado al artista más universal que entonces tenía España: Picasso. Fue respondida con una carta de aceptación entusiasta para la causa frentepopulilta, que, por desgracia, se ha perdido. A esta respuesta afirmativa le siguió el nombramiento del pintor por el ministro del ramo. Pero la burocracia seguía quizá ignorando a Picasso: el decreto firmado por Azaña en septiembre de 1936 hubo de ser rectificado porque había trastrocado los apellidos del pintor. Sin embargo, en su carta, el futuro autor del Guernica había dicho que nunca se había sentido tan español y tan compenetrado con la causa que se estaba ventilando.La ocasión para probarlo no tardaría. A finales de 1936, Josep Renau visitó a Picasso en París y debieron hablar de su posible colaboración con la causa del Frente Popular. Por las mismas fechas, otro personaje, Luis Araquistain, embajador de la República ante Francia, hacía su aparición en esta historia que pretendemos narrar, de la relación entre Picasso y su Guernica y el Estado español.

Desde 1934 se venía preparando en París una Exposición Internacional de Artes y Técnicas. La participación española venía dificultada por la guerra, pero el embajador pensaba, al concluir 1936, que era necesario que se produjera, y precisaba, en carta a su ministro, las razones: «Parece conveniente participar en la exposición y dar inmediatamente los pasos necesarios para ello, dando así la sensación de seguridad y de que el Gobierno sigue trabajando en cosas de este tipo. En el peor de los casos, y si no fuera fácil que participasen expositores privados, sería siempre posible hacer un pabellón poco costoso, pero decoroso, y exponer obras de arte, propaganda, etcétera».

Quedaba así definida la función del pabellón como testimonio de la preocupación cultural del Gobier no republicano, como garantía de normalidad de un Estado y exhibición estatal no de particulares, como instrumento de propaganda de una causa bélica y, en fin, con un contenido, artístico no predominante como rasgo general en la exhibición. Las tesis de Araquistain fueron puntualmente seguidas, y no sólo en su generalidad, sino también en los detalles: siguiendo su opinión, se destituyó al comisario previsto, de cuya opinión política no se tenía-seguridad, y se nombró a dos jóvenes arquitectos, Lacasa y Sert, para la redacción del proyecto. A comienzos de febrero de 1937, Azaña firmaba el decreto de nombramiento de José Gaos como comisario general. Luego le acompañarían, con la misma categoría, Gassol y Uzelay y, como ad juntos, Aub y Vaamonde.

Dificultades de los comisarios

No es cuestión aquí (por supuesto el autor carece de especialización para ello) de recalcar lo que significa el pabellón en la historia de la arquitectura española. Sí que interesa, en cambio, señalar que, como iniciativa estatal, ha dejado abundantes rastros documentales en los archivos públicos españoles, y en especial en el de la guerra civil de Salamanca y en el de la Administración de Alcalá de Henares. Sabemos, a través de ellas, de las dificultades económicas sufridas por los comisarios. Conocemos también las palabras pronunciadas por Araquistain en el momento de colocarse la primera piedra. De acuerdo con ellas, la participación española quería mostrar «la confianza absoluta en el porvenir de la República», un régimen para el que la guerra no era sino «un accidente, un mal impuesto y transitorio». Concluido el pabellón, el propio Araquistain manifestaría su satisfacción: era «demasiado pequeño, pero de buen gusto y adecuadas proporciones». No seria él, sino su sucesor, Angel Ossorio y Gallardo, el encargado de inaugurarlo.

División de los españoles

Hay una anécdota relacionada con la exposición, bien expresiva de la división de los españoles, incluso en el seno de sus mismas familias, durante la guerra civil. En agosto de 1937, Ossorio y Gallardo informaba a su superior, el ministro de Estado, José Giral, que Gaos, el comisario republicano, había visitado el pabellón vaticano y había encontrado allí una presencia (subrepticia por la carencia de representación diplomática en Francia) de la España de Franco. «Hay», decía, «una capilla española constituida por un retablo con una gran pintura de Sert -el gran decorador, tío de nuestro arquitecto-, cuyo título es, según la guía del pabellón, «Santa Teresa presenta a Nuestro Señor Jesucristo los mártires españoles de 1936». Habían sido «católicos españoles», sin duda nacionalistas, los que habían financiado su construcción.

Para el pabellón español, en este clima bélico y de enfrentamiento brutal entre las dos Españas pintó Picasso el Guernica. Aunque el proceso de su creación de alguna manera se hubiera iniciado en enero de 1937 con la primera muestra artística de su solidaridad con la República del Frente Popular, fue, como advierte Renau, a los nueve meses de iniciada la contienda, como si ésta hubiera inseminado al genio picassiano cuando la empezó. Pero lo que nos interesa ahora no es la gestación del cuadro, sino el contexto espiritual en que se creó y, sobre todo, la relación del Estado español con esta tarea creativa. El Guernica estuvo, antes del 10 de septiembre de 1981, en territorio español (el del pabellón, que tenía esta condición) y fue montado, como todo él, por personal dependiente de la Dirección General de Bellas Artes. Era lógico que fuera así porque se trataba de una exposición del Estado de todos cuyos objetos y gastos los organizadores debieron dar puntual cuenta. Sabemos que lo hicieron, pero también que gran parte de la documentación se perdió una vez remitida a España en plena desbandada final republicana. Curiosamente, sin embargo, nos ha quedado la factura de las fotografias que Dora Maar, amante e inspiradora de Picasso, realizó a medida que avanzaba la ejecución del cuadro que luego se denominó Guernica.

Pero si existe tal evidencia de la intervención estatal en todos los aspectos de la ejecución y exhibición del cuadro, ¿cómo se explica que el embajador Angel Ossorio y Gallardo no lo retirara y lo enviara a España al clausurarse la muestra? En parte, probablemente, porque sus gustos en arte eran bastante tradicionales y no dio importancia a la cuestión. En diciembre de 1937 escribía a Madrid, en contra de la opinión de su antecesor, que en el pabellón «faltaban cosas» y «resultaba bastante deslucido», por lo que era preciso «desquitarnos un poco de la pobreza con que hemos actuado». Pero quizá, sobre todo, porque ignoraba el acuerdo peculiar al que con anterioridad habían llegado Picasso y la Embajada de España. Sobre él versará el próximo artículo.

Javier Tusell es director general de Bellas Artes, Archivos y Bibliotecas.

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