Monopolio estatal y oligopolio gubernamental
LA RENUNCIA de Francisco Fernández Ordóñez ha significado, entre otras cosas todavía más importantes, la desaparición del último obstáculo para la aprobación de la reglamentación de las televisiones prívadas mediante simple decreto. El traslado al Ministerio de Justicia de Pío Cabanillas, patrocinador de esa fórmula, y su sustitución en el Ministerio de la Presidencia por un joven consejero de Leopoldo Calvo Sotelo pueden facilitar el proceso previsto.El artículo 20 de la Constitución ofrece una base a nuestro juicio poco discutible para poner término al monopolio estatal de la televisión, indefendible en una sociedad pluralista. En este terreno, la negativa de la oposición parlamentaria a desbloquear la situación heredada del franquismo careció siempre de razones sólidas. De añadidura, ese cierre en banda impidió a los socialistas tomar la iniciativa para exigir que la! Cortes Generales legislaran un estatuto equitativo, democrátíco y garantizador del pluralismo ideológico y político, referido también a las televisiones privadas. Como en el tema de los medios de comunicación del extinguído Movimiento, la orientación estatalista del PSOE ha terminado por perjudicar a sus propios intereses. De esta forma, el Gobíerno, que ha adoptado en este tema posiciones teóricamente correctas, se encuentra con el inesperado regalo de una justificación mo ral y política para hacer mangas y capirotes en la instrumentación concreta de ese desarrollo constitucional.
Es posible que la letra del Estatuto de RTVE ofrezca superficie suficiente como para una artificiosa interpretación jurídica que permita arrebatar al Congreso sus competencias para regular mediante ley la televisión privada. Sin embargo, las indudables ventajas que el Gobierno pueda tironear para su exclusivo beneficio de esa lectura tienen como correlato el desprestigio que supone para la soberanía de las Cortes Generales ese secuestro de sus atribuciones. No resulta presentable que el poder ejecutivo resuelva por su cuenta algo tan decisívo para el funcionamiento de un sistema pluralista y el respeto a la igualdad de oportunidades como es el sistema de autorización de canales privados de televisión.
La defensa del derecho a la iniciativa privada en televisión nos parece absolutamente prioritaria, pero no debe suceder que su ordenación en concreto se ponga al servicio de fines y objetivos sectarios. El riesgo, para decirlo claramente, es que las decisiones en este terreno sean adoptadas con criterios partidistas, orientados a conseguir que el Gobierno compense la relativa merma de su influencia en Prado del Rey con el control directo o indirecto de los canales privados del futuro.
Aunque el éter sea de todos, la imposibilidad técnica de multiplicar indefinidamente los canales de emisión y la propiedad estatal de la infraestructura de las redes de difusión crearían la coartada para una restricción de las autorizaciones, tal y como sucede hoy en las emisoras de radio, y para la concesión de las licencias a empresas capaces de subordinar su voluntad de independencia frente al poder a los resultados de cada ejercicio, o a firmas que encubrieran a grupos de presión, o a sectas ideológicas sólo raramente comprometidas con el régimen de libertades. Si así ocurriera, la paradójica conclusión de este complicado pleito sería que el monopolio estatal de la televisión, que hasta hace pocos meses era virtualmente un monopolio gubernamental, cedería su lugar a una especie de oligopolio gubernamentalista, formado por las empresas agraciadas en un sistema de licencias que la reglamentación, por simple decreto, pone en manos del poder ejecutivo.
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