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Locura y lucidez de un cineasta

Glauber Rocha hizo suya la propuesta de la revolución permanente. E inexorablemente incurrió en dos males de los que nunca llegó a desprenderse: la utopía y el radicalismo. Llegó a ser un hombre reconocido y prestigiado cuando su obra se abrió paso en una época en la que el cine de autor no sólo era la opción, sino la trampa ideológica. Glauber con sus primeras obras destacó del pelotón brasileño en el que realizadores como Ruy Guerra y Carlos Diegues aportaban nuevas ideas, pero frenadas creativamente con la imaginación controlada. Glauber Rocha, por contra, era el torbellino en el que la forma no era la elección primordial. El mensaje confuso caminaba por vías religiosas, bíblicas y elementales. Era un cine en «estado puro» y sus ímágenes, algunas muy bellas, se movilizaban, así como los personajes, en función de los símbolos a los que siempre recurría el realizador.El cine de Glauber Rocha era un cine volcánico, cuya lava desde la entraña telúrica se convertía en aluvión de civilizaciones ancestrales y de modas contemporáneas. Y tanibién a fuerza de rupturas y de utilizaciones simbólicas contenía elementos surrealistas que yo llamaría bastos, muy poco intelectualizados, muy lejos de los elaborados por los núcleos franceses. Y, sin embargo, en última instancia corrosivos, aunque al servicio no de la revolución surrealista, sino de ,unas lucubraciones ingenuas y entusiásticas con las que creía solucionar los problemas trágicos de las sociedades tercermundistas.

Cuando llegó a mis manos su proyecto, se titulaba el guión Macbeth, y él mismo, con algunas modificaciones, había venido antes con el nombre de algún motivo vinculado al Quijote y que he olvidado. Al final tituló el filme Cabezas cortadas. Pero esa experiencia mía de colaborador de Glauber Rocha creo que me permite reconocer en cada una de sus películas el método de trabajo del que se servía y, sobre todo, sus preocupaciones ideológicas, que en muchos casos más bien parecían teologales.

Sobre la base de una idea, casi siempre confusa, en la que los mitos de su devorante Brasil se fundían con los europeos, y en el caso de Cabezas cortadas con los nuestros, Glauber Rocha montaba su artilugio en función siempre libertadora, en defensa de utopías y abstracciones, pero que, sin embargo, guardaba referencias muy concretas con paradigmas afines a ciertos hechos históricos y realistas que encontraba en el contexto del país donde filmaba. En nuestro caso, Glauber quería rodar sus Cabezas cortadas en Castilla, en sus llanuras y entre los castillos que le guiñaban desde unas lecturas literarias y desde unas invitaciones especialmente estéticas. Pero por razones económicas y por razones tácticas que nos obligaban a filmar en Cataluña, el rodaje se cumplió por entero en el alto Ampurdán, entre rocas, aguas y soledades golpeadas por esa fuerza de la tramontana que conserva bojos a sus habitantes y que a Glauber además de fortificarle aceptaba con entusiasmo al ser un viento que en su locura creadora le sonaba como algo familiar.

Los símbolos de Cabezas cortadas pudieron engañar a la censura franquista. Tal vez en sus emblemas tan cargados de retórica y de una lectura no siempre fácil Glauber Rocha y nosotros encontramos la fórmula para ir trampeando en la censura previa del guión y para lograr, al final, un interés especial que era una ayuda financiera importante. Y, sin embargo, las figuras del Tirano (Paco Rabal) y del Caballero (Pierre Clement) eran inequívocas. Por cierto que, cuando murió Franco, Glauber me telefoneó desde Brasil empeñado en demostrarme que en nuestra película latía su premonición del tránsito del franquismo a la Monarquía. Pero fuera subjetivismos, la realidad es que siempre nos conmovió aquella escena en la que el Tirano baña en sangre sus pies, mientras las imágenes del ritual eran subrayadas por una música catalana muy reconocible y que en aquel sobrecogedor escenario del monasterio de Sant Pere de Roda era una invitación al tiranicidio.

Vaivenes de los utópicos

Glauber Rocha, en su derroche verbal e imaginativo, con sus planteamientos proféticos en defensa de la revolución tercermundista, sufrió, corno era de esperar, los vaivenes de los utópicos. Primero, con sus mejores obras brasileñas, impulsó al cinema novo y capitaneó a los luchadores antimilitaristas, sufriendo persecuciones y, creo, algún arresto. No tuvo más remedio que venirse a Europa y primero en un filme franco-italiano, Der Leonen Have Sept Cabeças, y luego en el nuestro, se sintió cada vez más atraído por los postulados castristas. Le pedí en 1972 un texto sobre el cine para un cuaderno mío y, entre otras cosas, me dejó, autógrafas, estas líneas: «Los revisionistas latinoamericanos dicen que el Tercer Mundo fue una invención de André Malraux para las buenas relaciones de los franceses antlimperialistas americanos en nuestras zonas conflictivas. El Tercer Mundo, después de la muerte de Godard, continúa pobre y en espera de la insurrección sanguinaria y liberadora de las masas y de sus profetas. ¡Muerte al imperialismo!... El cinema latinoamericano que quiero hacer será épicodidáctico-mágico- liberador ... ». Más tarde se fue a Cuba, donde encontró toda la ayuda para montar ABC del Brasil y desde donde salió echando pestes, para iniciar un peregrinaje por Centroamérica, que le llevó, derrotado, otra vez a Brasil, pero en esta ocasión como defensor del posibilismo, como colaboracionista reticente de los militares y aislado de sus antiguos camaradas, que criticaron con dureza su ingenuidad.

Ahora, en estos últimos meses, vivía ewsintra, en espera de iniciar un filme producido en Portugal. Hace unos quince días me mandó su última misiva, llena de delirios, con el afecto y la cordialidad de siempre. Y me enviaba su último libro, Revoluçáo do cinema novo, Releo el título de su último capítulo: «Están confundiendo mi locura con mi lucidez».

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