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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La evidencia

LAS FILTRACIONES informativas del sumarlo del 23 de febrero, elevado ya a la fase de plenario y liberado, en consecuencia, de cualquier cautela de secreto, están sembrando cierta confusión y desconcierto en la opinión pública. En efecto, el ciudadano medio puede sentirse desbordado ante el cúmulo de contradicciones, intentos de endosar las responsabilidades a terceros y negativas de hechos ciertos que caracterizan las declaraciones de los implicados. Ahora bien, las peticiones del ministerio Fiscal, por un lado, y los acontecimientos ocurridos el 23 y 24 de febrero en el Palacio del Congreso y en la región militar de Valencia, por otro, sitúan esas conductas criminales en un marco procesal y político claro y preciso.La confusión cuidadosamente escenificada por los procesados y sus letrados y celosamente propagada por los escribas de la verdadera quinta pluma (de esa quinta columna compuesta por los compañeros de viaje del golpismo, que nadan en las aguas democráticas, pero guardan la ropa en la cabeza de playa del autoritarismo) debe ser valorada desde varios puntos de vista complementarios. La falta de claridad a la hora de distinguir entre el aspecto jurídico-procesal, la dimensión moral y la maniobra política del juicio por rebelión militar del 23 de febrero podría contribuir a que ese sumario se convirtiera en una marea negra que involucrara a las más elevadas instituciones del Estado y amenazara a nuestra convivencia democrática.

Desde un enfoque jurídico, los procesados están utilizando el derecho que el artículo 24 de la Constitución reconoce a todos los españoles, civiles y militares, para "no declarar contra sí mismos y no confesarse culpables". A este esfuerzo de autoprotección, que puede incluir la tergiversación, la ocultación y la mentira, colaboran los letrados con sus conocimientos técnicos de los recovecos de las normas de enjuiciamiento criminal. Aunque entre los defensores de los procesados brillan por su ausencia los grandes abogados de este país, probable indicio de las escasas simpatías que merecen los inculpados a la sociedad española, cabe presumir que la veteranía del letrado Adolfo de Miguel, ex magistrado del Tribunal Supremo y colaborador de El Alcázar, estará guiando a sus compañeros de defensa por los vericuetos de las garantías procesales que un Estado democrático concede incluso a sus enemigos.

A ese respecto, nadie tiene por qué escandalizarse ante el espectáculo, entre cómico y patético, de unos inculpados y unos defensores dispuestos a sobreponer el instinto darwiniano por la supervivencia a cualquier consideración ética. El propio Adolfo de Miguel sabe que la función de los tribunales consiste precisamente en separar el grano de la verdad de la paja de las falsedades y que el derecho de los procesados a no declarar contra sí mismos comporta la posibilidad de que utilicen esa facultad para narrar cuentos chinos o para implicar falsamente a terceros en sus comportamientos criminales. Señalemos de pasada que la mejor manera de evitar que las Filtraciones intoxicadoras sesgadas y parciales del sumario oculten el bosque de la causa en su conjunto sería el conocimiento en su integridad de todas las actuaciones.

Ahora bien, este enfóque jurídico-procesal, que explica las cerradas negativas o las historias rocambolescas de un ladrón de gallinas agarrado infraganti, no hace desaparecer la dimensión ética de las conductas. Que algunos inculpados en el sumarlo del 23 de febrero están ejerciendo sus derechos procesales a costa de poner entre paréntesis las normas morales y la observancia del segundo y el quinto mandamientos del decálogo es algo que resulta evidente al observar las contradicciones entre las declaraciones y al reparar en los miserables materiales, fabricados por el miedo de algunos testimonios. Seguramente lo que más desconcierta a la opinión pública en este terreno es que unos hombres a los que se les llena la boca con palabras tales como honor, dignidad, patriotismo, disciplina, heroísmo, valor e idealismo se comporten en sus declaraciones sumariales, colmadas de contradicciones e inculpaciones a terceros, como vulgares delincuentes habituales. A este respecto, las diligencias sumariales dejan en claro la abismal distancia que separa a las buenas palabras de los malos hechos y a la retórica altisonante de las ambiciones materiales más sórdidas.

Digamos, finalmente, que los aspectos jurídico-procesales y éticos no anulan, sino que realzan, la dimensión puramente política de este proceso. La tentativa de los inculpados de salir absueltos o con penas que les permitieran seguir en las Fuerzas Armadas, como sucedió con la operación Galaxia, está al servicio de su proyecto de derrocar por la fuerza a las instituciones democráticas y a la Monarquía parlamentaria. Porque la absolución o la benevolencia al obsequiar con una práctica impunidad a los golpistas crearía el caldo de cultivo para la difusión y el reforzamiento, dentro de las Fuerzas Armadas, de las actitudes antidemocráticas y para la repetición, esta vez como tragedia, de la farsa del 23 de febrero.

En toda esta estrategia juega un papel crucial la bellaca utilización de la figura del Rey, a quien se presenta malévolamente como instigador, luego arrepentido, del golpe de Estado frustrado. Para desconcierto de quienes idearon esa indecente y ruin estratagema la opinión pública ha reaccionado unas veces con indignación y otras con risa ante tan descabellada calumnia, que no merece mayor atención de la que pudiera suscitar que un descuidero o un profesional del toco mocho adujeran que, al cometer su delito, estaban actuando a las órdenes de don Juan Carlos.

En cualquier caso, tanto la villana utilización del nombre del Rey en falso como el absurdo embeleco de la presunta complicidad de los partidos parlamentarios con los propósitos de Alfonso Armada demuestran que los golpistas, obligados a simular un respeto a la Corona y por las instituciones democráticas que están muy lejos de sentir, sabían que las Fuerzas Armadas en su conjunto sólo podrían ser arrastradas a la rebelión mediante el engaño, la manipulación y la mentira.

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