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Consumado el viraje francés a la izquierda

El triunfo sin reservas de Mitterrand es también el de la publicidad aplicada a la política

El arranque de una nueva era de la historia de Francia, consumado el domingo último con el triunfo absoluto de los socialistas en los comicios legislativos, tiene un nombre: François Mitterrand. Todo lo que ha ocurrido en este país desde el pasado día 10 de mayo es consecuencia de su acceso, ese día, a la magistratura suprema. Lo sociólogos, politólogos, comentaristas y los sabios de toda especie, ya han iniciado su labor y la continuarán durante largo tiempo para explicar ese cambio en profundidad de la sociedad gala, cristalizado por las cuatro últimas consultas electorales. De lo que no se habla mucho es de los publicistas y, mucho menos, de los entrebastidores en donde los dioses de la arena política se abandonan a la magia de un hombre que les dice, «su caminar le resta votos y su parpadear también. Si usted cambia, gana las elecciones».

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Este es el caso de Mitterrand, que, ,desde hace cerca de un año, respiraba, se movía y pensaba en función del brujo célebre del mundo de la publicidad, Jacques Seguela, que hizo de él «la fuerza tranquila» que sedujo a los franceses hasta el punto de hacerlo su presidente.De dos años a esta parte, el Centro de Investigación para el Estudio y la Observación de las Condiciones de Vida (CREDOC) realizó una amplia encuesta sobre las aspiraciones de la sociedad francesa contemporánea. Si el ex presidente Valèry Giscard d'Estaing hubiese leído despacio ese estudio se habría dado cuenta de que el descontento de sus conciudadanos no era una broma y que, por el contrario, era profundo. Y hubiese sabido que lo que, en estos tiempos de crisis, desean los franceses es seguridad, mucha seguridad. Y que para todo ello necesitan un hombre que les propusiera cambios.

Y, por fin, según el estudio precitado, que la encarnación de esa seguridad y de esos cambios no era él. No se sabe si Mitterrand auscultó esa radiografía de la sociedad francesa, pero, en todo caso, operó como si la hubiese empollado con puntos y comas. Pero no lo hizo solo, sino de la mano de Jacques Seguela, un publicista consultado por el entonces líder de los socialistas, que quedó. prendado del hombre político y que, a su vez, lo convenció de que, para ser presidente, tenía que ponerse en manos de la comunicación.

El mes de julio del año último, Mitterrand aún equivocaba a sus partidarios y electores. Se suponía que podía competir por tercera vez en la batalla presidencial, pero él se callaba, como un zorro selecto de la política. El, por el contrario, se ve que ya lo había calculado todo. Y le pidió auxilio a un publicista, Seguela.

Almorzaron juntos un día de ese mes de julio, «para hablar de publicidad», se sedujeron mutuamente, y todo quedó planificado. Había que seguir hablando de publicidad, de las técnicas americanas, francesas, de los posibles resultados. Mitterrand le pidió a Seguela que hiciera los estudios oportunos para saber si él tendría posibilidades de alcanzar un resultado honorable en tanto que candidato a la presidencia. El publicista realizó los estudios y respondió sí. Pero impuso sus condiciones: Mitterrand dirige su campaña, naturalmente, pero durante una hora por semana tiene que consagrarse a su mago. Segundo: un equipo de veinte personas se dedicaría íntegramente a la comunicación mitterrandista. Y, en tercer lugar, exclusividad total. Hoy, Seguela no lo duda: gracias a su manipulación, Mitterrand es presidente. ¿Qué ungüento empleó para rematar tarea tan insigne?

Encarnar una imagen

No se sabe tampoco si Seguela había leído el serio estudio citado al principio, pero, de no ser así, él lo reinventó. Su filosofía sobre la metamorfosis a la que debía someterse Mitterrand es la siguiente: Giscard no se dio cuenta que los franceses, durante los ii1timos lustros, han cambiado. «A través de mis estudios me di cuenta», dice Seguela, «que los valores giscardianos estaban en declive: los valores de la posesión respecto a la calidad de esa posesión, las cifras respecto a las palabras, la ciudad respecto al campo, de la nación respecto a la región». En resumen, los franceses no quieren sólo más, sino mejor.

A la civilización del crecimiento salvaje de la década de lossesenta y setenta le sucedió la civilización de la calidad de la vida.

¿Y quien encarnaba mejor esa imagen ante los franceses? Giscard, el golfo de la aristocracia y de los diamantes que, para mayor sorna, invitaba a desayunar a los basureros, según Seguela, resultaba equívoco para garantizar esa seguridad, esa «tasa de valor añadido psicológico», ese sueño al que aspira el francés contemporáneo. Hacía falta un hombre entre De Gaulle y Pompidou, ni viejo, ni joven, pero que respire una cierta autenticidad. Hacía falta «la fuerza tranquila», y de aquí nació el cartel que empapeló todos los muros de Francia, mostrando a otro Mitterrand, que correspondía a otra política, que simbolizaba el cambio, y el sueño que inspira un señor observando casi, pero sólo casi, soberanamente un campo sin horizonte, unas casitas, la tranquilidad y además la fuerza.

Para comunicar su nuevo mensaje, Mitterrand se entregó a Seguela, y viceversa. Y de antemano, para convencerlo del éxito, le puso un ejemplo: el de los cigarrillos Marlboro. Durante veinte años nadie los compraba, hasta que un día aparecieron ofrecidos por un cow-boy fuertote, sano, protector. Reagan no fue más que un Marlboro bien lanzado, de derechas. Mitterrand iba a ser un Marlboro de izquierdas. Y a partir de aquí empezó el trabajo de transformación del producto llamado Mitterrand.

El entonces candidato se quejó de que era ya casi viejo. «Nada de disimular, ni de ser más joven», replicó Seguela. Todo lo contrario, había que lanzar a un Mitterrand que, en fotografía, diera esa vejez que inspira la majestad, la serenidad. Un valor seguro, vaya, de 65 años bien vividos, sin angustias, concretamente sin la angustia del hombre que, por tercera y última vez, se va a jugar toda su carrera política de cuarenta años.

La terapéutica ya no se detuvo: Mitterrand caminaba apurado, como quien va a perder el tren. Eso no vale. Hay que desplazarse con cierta majestad. Mitterrand gesticulaba nerviosamente y a veces parpadeaba al mismo tiempo, sobre todo cuando fulminaba verbalmente a sus adversarios. Eso tampoco vale. Hay qué emplear luces bajas, cuidar adecuadamente las emisiones televisadas. Mitterrand era un poco adán en lo del vestir. Solución: cambio de sastre para acomodar el traje, sin chaleco y sobrio, a lo de «la fuerza tranquila». Y, sobre todo, Mitterrand asustaba a causa de sus dos can¡nos, que hacían irritante la sensualidad de su boca, y daba la impresión de que no pensaba más que en morder. Mitterrand, aunque le costó, fue al dentista, que le serró sus dientes y se los reemplazó por los de «la fuerza tranquila». Conclusión: Mitterrand presidente.

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