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Los otros rostros

Una multitud en carnaval, en una fiesta nepalesa..., tira de nosotros hacia mil puntos de atención, puntos de terror, puntos de hilaridad, nunca puntos de indiferencia. Son máscaras que nos llaman con extraño poder. Sin ellas la multitud no ofrecería sino rostros anónimos, masa en la que es difícil prendarse de alguien.Al comentar la exposición que sobre este terna asombrará al París de 1960, André Bretón advertía acerca del pequeño lugar que las calidades plásticas ocupan en la fascinación que tales objetos nos producen.

En efecto, así como la pintura barroca no puede entenderse sin referencias a la cuItura emblemática, a la mitología y a la religión, tampoco las máscaras pueden situarse fuera del marco ritual en el que se mueven. Más allá, incluso descontextualizadas, las máscaras nos subyugan según una naturaleza que no les presta el ritual sino que, precisamente, es la que hace a éste posible.

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Máscaras de arte popular de todo el mundo reunidas en una exposición

La vida que emana de los rasgos de la máscara le es propia. Creada en principio para dar hospedaje a un rostro que busca en ella un modo de simulación, es la máscara quien imprime carácter y el rostro un mero soporte que se pliega a sus desioníos. Callois, en Los juegos y los hombres, muestra cómo el oficiante que se esconde tras la máscara es poseído por ésta y algo ocurre en él, pero sin él.

Poder entender lo que hay de común entre máscaras sujetas a distintos usos y procedencias ocográficas es, quizá, la mayor virtud que se extrae de la colección presentada por Juan Ramírez de Lucas en la sala Barquillo, de Madrid. Máscaras para ritos iniciáticos y festejos religiosos, máscaras del teatro Noh o de nuestro carnaval, todas ellas pertenecen a una misma familia de procesos rituales, sacralizados o no, festivos o trágicos, codificados u orgiásticos y responden a un mismo tipo de mecanismo: conseguir la alteridad (o que la alteridad nos consiga), ya sea en el dios, el animal totémico, el sátiro, el transgresor.

La colección, magnífica por el esfuerzo que supone a un solo promotor, añade al valor de la multiplicidad momentos tan impresionantes como la máscara de ceremonias de la tribu Babembe, la careta de Kali, la de conquistador español en México, la máscara de danza del Amazonas o la máscara-casco del Zaire.

El acierto en completarse con pinturas sobre el tenia, ídolos enmascarados o marionetas, abunda en esa idea de autonomía de las máscaras, máscaras que viven aparte.

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