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Tribuna
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La musculatura de la muerte

La gente camina con un paso más moroso y sabe saludarse sin premuras. Tampoco se atropellan para buscar asiento, ni mascan chicles, ni se arremangan nerviosamente los pantalones, como en el fútbol. En buena parte, parece ese antiguo público de teatro que llevaba la cena horizontal bajo el diafragma y un gesto de benévola arrogancia en el perfume. Se ven muchos caballeros con la corbata apuesta y damas adornadas, los labios revocados de carmín y los pendientes con luces. Los aseos de señora se usan en verdad para el retoque momentos antes de amanecer en el tendido, y los hombres fuman sus puros con unción. Nada de esa canalla futbolera que los tasca y los conmina hasta el ahogo con los dedos. Una suerte de liturgia religiosa o profana, pero sin duda grave, parece que va a tener lugar cuando se auscultan esos rostros sin premura ni alharacas. O, más aún, cuando aquí y allá, en las solapas, se detecta la señal de un clavel y, por tanto, ese habla intimidatoria que tienen las flores una a una.Efectivamente, en ese círculo-mesa que es el ruedo todos estamos más juntos. Y no sólo porque se haya abreviado la distancia, sino porque juntos cumplimos, como un anillo, la perfección del encierro. El futbolista -y la pasión con él- sale o salta al campo, pero el torero entra o se encierra en la plaza.

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Prácticamente todos los espectáculos con muerte, desde el circo romano al circo americano, desde la pelea de gallos hasta el toreo, se elucidan en el interior del círculo, y sin descanso. Sin esa primera. y segunda parte, sin ese intermedio o anacoluto que permiten algunos deportes y la farsa. El espectador de muerte es, desde antiguo, un partícipe sin simetrias que compone la geometría (el ring) con el cierre continuo de su carné.

En este rito del toreo predomina una segura y exquisita atención hacia la estética de crear y burlar sucesivamente la amenaza. El fin de cada tercio puede ser eficaz de muchos modos y se encuentra así garantizado, pero sólo unas maneras, y sólo esas maneras, contienen el sentido de la ceremonia y, en consecuencia, su único destino. La musculatura de la muerte reside bajo el toreo, pero ha de estar tan ajustada a su arte como para hacerse indistinguible. El fracaso de la faena, su falta de emoción aun revelándose más peligrosa, el espasmo de las señoras, la protesta ante el traspiés o la desarboladura y, sobre todo, las señales de la sangría, provienen y se vuelven insoportables de vislumbrar una holgura entre el arte y la muerte. Es decir, cuando ésta ronda sin aquél o cuando aquél se pretende sin la extrema complicidad de ella. La belleza es aquí el signo de lo ceñicio. El ajuste entre la vicia y la catástrofe, conciliadas en la cintura del arte. El ajuste entre el cuerpo del torero y el cuerpo del toro, que culmina la misma dialéctica de lo ceñido. Dialéctica anticipada en el escenario anular, en el traje del torero pegado a su piel o en la misma piel que silenciosamente blasfema, se conmueve u ondula abarrotada por la salud del toro.

Seguramente nadie que haya tenido la fortuna de presenciar una corrida apoteósica sería capaz de adivinar las anfractuosidades de la muerte. La muerte es allí una lámina sin suturas. Hasta el lomo del toro bañado de sangre se corresponde con los brillos que luce el torero, Será necesario pasar después al desolladero para sentir por vez primera que bajo el lustroso cuero del animal se debatía la tempestad de media tonelada de carne. Quedarse allí parado ante ese imperio y oler el humo lento que escapa de la bestia cuando el matarife abre su bravura en canal, descubrir el pasto dulcemente guardado en el estómago, su corazón desconectado y los pulmones albergando todavía el aliento de su matador, robado, lance a lance, en esa danza que esconde cuando es precisa la obscena realidad de la tragedia.

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