Barcelona: primer capítulo
AUNQUE LA comparecencia del presidente del Gobierno ante el Pleno del Congreso para ofrecer una primera explicación sobre los sucesos de Barcelona resulte insuficiente en muchos puntos concretos, es preciso señalar que Leopoldo Calvo Sotelo no ha escurrido el bulto ante los diputados, se ha sometido a las preguntas y a las réplicas de los, portavoces y ha restablecido, de esta manera, los nexos normales que deben unir, en un sistema parlamentario, al Poder Legislativo y al Ejecutivo.Los acontecimientos de Barcelona han mostrado la sensibilidad a flor de piel de la opinión pública en todo lo que se refiere a la violencia terrorista y a las amenazas golpistas contra las instituciones democráticas. La enorme tensión » acumulada en la sociedad española desde el 23 de febrero explica que el país entero se convierta en una caja de resonancias para los rumores, bulos e intoxicaciones cada vez que se produce una nueva salvajada terrorista o surge el fantasma de la repetición del golpe. En este sentido, no cabe descartar la hipótesis de que el asalto al Banco Central haya sido, sobre todo, una operación de guerra psicológica montada sobre el previsible escenario de que las simulaciones marciales de los mercenarios podrían desatar una oleada de pánico.
Por esa razón, el restablecimiento de la credibilidad informativa del Gobierno, tan gravemente deteriorada por sus inútiles intentos de tapar los macabros sucesos de Almería, es una de las tareas más urgentes y necesarias para el afianzamiento de las instituciones democráticas. No se trata, como algunos pretenden, de que los medios de comunicación simulen que admiten como ciertas informaciones gubernamentales falsas o incompletas, sino de que el Poder Ejecutivo se haga merecedor, gracias a esa claridad y transparencia que Leopoldo Calvo Sotelo dice desear, de la confianza de la opinión pública. Las insinuaciones expresadas ayer en el Congreso por el portavoz de Coalición Democrática contra los medios de comunicación no hicieron sino poner de relieve la inquisitorial teoría de la información que subyace a tales planteamientos.
Ayer el presidente del Gobierno leyó el primer capítulo de una investigación policíaca y política que forzosamente se compondrá de varias entregas. Resaltó que el Gobierno sabe todavía pocas cosas seguras, que tropieza con abundantes puntos oscuros, que desconoce quién está detrás de los hechos, que rechaza la idea de que el asalto al Banco Central fuera «una acción espontánea de un grupo de delincuentes comunes» y que «trabaja sobre hipótesis distintas y no descarta ninguna, ni siquiera la implicación de miembros de la Guardia Civil como apoyo». Nadie puede censurarle por no haber expuesto una versión detallada de los sucesos, dado que dejó taxativamente establecido que no pretendía dar «una explicación exhaustiva de los hechos». La aparición ayer, en Barcelona, de un túnel excavado presuntamente por los terroristas pone de relieve además la extensión de la trama y el hecho de que el asalto al banco no era cosa de macarras. Pero el presidente del Gobierno tiene que ser consciente de que los ciudadanos aguardan con impaciencia la entrega de los capítulos siguientes de ese informe, y que muchos temen la eventual sustitución fraudulenta de la historia verídica de los acontecimientos por una novela fantaseada e inverosímil. Que la opinión pública albergue desconfianzas en este terreno no es culpa cuya, sino de otras encuestas -¿qué ocurrió en Montejurra?, ¿qué sucedió en aquellos sangrientos sanfermines de Pamplona?, ¿qué ha pasado en Almería? -iniciadas con simulado brío y tragadas después por las arenas movedizas de las complicidades o de los encubrimientos.
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