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Tribuna:
Tribuna
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Se puede neutralizar, y después remontar, el proceso involutivo

La actitud catastrofista no es ya patrimonio exclusivo de Fraga, sino que ahora se ha extendido como mancha de aceite a la totalidad de la izquierda. A partir del 23-F, y el subsiguiente proceso involutivo, parece como si el desánimo, la decepción o el pesimismo, hubieran invadido el ánimo de toda la izquierda de este país. Y esto es grave. Una cosa es que seamos realistas, y nos ajustemos en los análisis y valoraciones a la difícil y contradictoria realidad actual, y otra, muy distinta, que nos dejemos embargar por el más estéril de los escepticismos, y nos paralicemos cruzados de brazos.A pesar de los muchos factores -y distintos poderes- que actúan en contra de la democracia, pienso que aún es posible neutralizar y después remontar el proceso involutivo. No se trata de una fácil actitud voluntarista, ingenuamente optimista, sino de una valoración objetiva y sensata de lo mucho y muy delicado de la situación actual, y cuando el fuego por ambos lados del golpismo y el terrorismo, convierten en zona -la democracia- casi plenamente batida.

Para ello parto de una constatación realista. Los hechos no ocurren así porque sí, caprichosamente, y menos a impulsos exclusivos de unos cuantos señores. Si hay golpismo y hay terrorismo es porque existen unas condiciones que los hacen posibles. En el País Vasco no se ha resuelto el problema autonómico porque hay una parte de la población que apoya a ETA. En el resto del país, la democracia ha venido acompañada, primero de expectación; después, de entusiasmo; más tarde, de decepción, y, por último, de reacción. Al menos en una parte no despreciable de la población. Aparte de que los hábitos del franquismo sociológico han perdurado en otra parte también grande de esta misma población. En definitiva, los hechos violentos tienen un soporte sociológico-político sobre el cual se montan. Negar esto es negarse a la evidencia. Ni ETA, ni el golpismo, flotan en el vacío, sino que tienen un caldo de cultivo que permite su desarrollo.

¿Acaso, pues, no sería un primer objetivo este de cambiar dicho terreno, para que al menos no tuviesen un medio en que nacer y proliferar tan cómodamente? Y es aquí donde las fuerzas políticas, las fuerzas sociales, los intelectuales -a través de fundaciones, asociaciones o declaraciones, etcétera- tienen la palabra para actuar y neutralizar el proceso involutivo, minándolo en sus respectivas bases. Porque el peligro para la democracia no está sólo en el terrorismo ETA, ni en la reactiva actitud golpista de un sector del Ejército, sino en la escasa penetración y asimilación de la misma en la gran masa de nuestro cuerpo social.

Hay unos datos de constatación fácil. Me refiero a que los hábitos, las pautas de comportamiento y, sobre todo, los valores de la democracia, no han penetrado -insisto- lo suficientemente en nuestro tejido social. Porque aparte de otras condiciones objetivas que son necesarias para que la democracia se consolide, es evidente que un -sustrato fundamental de la misma -yo diría que casi imprescindible- radica en el consentimiento y su práctica por una gran mayoría de la población. Es decir, en que ésta acepte la validez y vigencia, incluso la eficacia, de una práctica democrática en nuestra convivencia social y política.

Evidentemente, se ha cambiado algo por arriba en las formas o el estilo de la actividad política. Existen, bien es verdad, partidos políticos, elecciones, un Parlamento, pero nuestra sociedad no se ha modificado, incluso ha empeorado sensiblemente, por lo que se refiere a mentalidad y hábitos en nuestros comportamientos. La impregnación consumista ha hecho mella en todos los españoles. Y muchos de nuestros rasgos sociológicos no casan con las pautas políticas que oficial y constitucionalmente se han establecido. En un trabajo del profesor Murillo Ferrol, de 1967 (La familia y el proceso de socialización) ya señalaba la falta de moral ciudadana que nos caracteriza. Baste citar la falta de remordimientos con que se defrauda a los organismos públicos (Seguridad Social, desempleo, declaraciones fiscales, medicamentos, etcétera); la actitud de aprovecharse y medrar que a todos los niveles sociales se manifiesta; la carencia de unas perspectivas de largo alcance para los asuntos públicos; la ausencia de una conciencia ciudadana; la apatía y falta de participación; la rigidez en el mantenimiento de opiniones y posturas; el predominio de lo particular y privado frente a lo general y público. En definitiva, a las anteriores formas de corrupción se han añadido las nuevas. Es decir, que ni siquiera se han hecho desaparecer las antiguas para sustituirlas por otras nuevas, sino que unas y otras se han sumado, cuando no multiplicado. Por lo que los tres pilares en que ha de basarse toda democracia -responsabilidad, participación y diálogo- son entre nosotros muy débiles. Y así es muy difícil la democracia.

No se trata de una prédica moralista, sino de señalar el hecho de que -como dice Aranguren, La democracia establecida. Una crítica intelectual, Taurus, 1979- la democracia, «antes y más profundamente que un sistema de Gobierno es un sistema de valores, que demanda una educación político-moral». Y educación política -que es educación moral- sólo se adquiere practicándola.

La democracia sólo será posible si comenzamos desde abajo, desde un sustrato social que le alimente. Y será difícil, casi inviable, si sólo se ampara en una Constitución y unas leyes, por muy bien elaboradas que ellas estén. Lo importante es que nos transformemos en ciudadanos libres, capaces de optar. Porque los ciudadanos no nacen, sino que se hacen, y este es el principal reto que los españoles tenemos hoy planteado: cómo conseguir que la democracia cale, se ahonde y sea asimilada por todas las capas de nuestra sociedad. Se trata de una empresa que va más allá del juego político. Se trata, también, de un proceso largo, lento, casi diluido en el contexto social. Porque consiste, ni más ni menos, que en una interiorización de los contenidos democráticos, y, por tanto, de algo muy distante de lo que puede ser adoctrinamiento político o velada propaganda más o menos manipulada.

Seamos, por tanto, realistas: la democracia no está sólo vigilada, sino muy seriamente amenazada. Por otra parte, la involución no es sólo por arriba, sino que hinca sus raíces en las mismas bases de nuestra sociedad. Y ello, porque la democracia ha tenido, hasta ahora, mucho de representación teatral, y poco de participación popular. Se ha cambiado la naturaleza jurídica del régimen, pero se ha olvidado la necesidad imperiosa de educar a las gentes, así como de cambiar algunas instituciones, para hacerlas más coincidentes con los principios de la democracia. Aparte de que el país no es sólo que esté desencantado de la democracia, sino que, como dice J. L. Cebrián (La España que bosteza, página 139), «de lo que se está desencantando es del valor ético de sus dirigentes». De aquí que se imponga una cura de veracidad, de decir la verdad, por muy poco prudente que ella sea. Habría, pues, que desenmascarar a todos aquellos sectores, tanto de nuestra sociedad como de la Administración, tanto de los poderes fácticos, como de las cavernas ocultas, que desde el primer momento no prestaron su confianza a la democracia, incluso la socavaron en su desarrollo. En resumen, juego limpio, caras descubiertas, es lo que el pueblo espera de los políticos.

Sólo será posible neutralizar, y después remontar, el proceso involutivo si todos nos empeñamos en la gran tarea de rearmar moral y políticamente al pueblo español. Causa extrañeza, por el contrario, cómo las fuerzas políticas de la izquierda española no han sabido aprovechar políticamente aquellas manifestaciones del 27 de febrero, tras el golpe, y esa otra de los dos minutos de silencio, el 8 de mayo, que han demostrado que el pueblo responde, aunque sólo sea en simples gestos y esporádicamente, a los intentos de violentar por la fuerza lo que debiera ser su pacífica convivencia. La respuesta más masiva y multitudinaria que ha protagonizado históricamente el pueblo español se ha dejado perder y olvidar como si de nada hubiese servido. Realmente lamentable. La mediocridad de nuestra clase política alcanza los límites de lo inaudito.

Y es que el miedo es paralizante. Mientras más nos restringimos, cohibimos, nos limitamos en la utilización de la libertad, más estas libertades se verán manipuladas, coartadas, cuando no asesinadas. No se puede perder la confianza. No podemos paralizarnos por el miedo. La única actitud digna -y no numantina, sino realmente eficaz- es la de mantener el tipo y trabajar con la verdad por delante, en ampliar las libertades existentes. La democracia no se defiende con murallas -leyes defensivas-, sino profundizándola para que penetre y ahonde en cada una de las manifestaciones de nuestra vida social y política.

José Aumente es doctor en Neurología y Psiquiatría y presidente de la Comisión Permanente del PSA (partido andaluz).

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