Fraude, fraude, fraude
Con desprecio respondió el público al fraude de los inválidos y de la figura de cartón. Fraude, fraude y fraude hubo ayer en Las Ventas. Fraude en el toro, que no era apto para la lidia; fraude en el torero que mandaba en el cartel, el cual es figura porque lleva toda la carrera apoyado en la exclusiva del poder, pero aún no se ha justificado como es debido en esta plaza de incontestable responsabilidad; fraude en el peculiar sorteo que se celebra los días de influencias, donde a la figura le corresponden los más chicos y los más jóvenes ejemplares de la corrida.Al Niño de la Capea le reservaron estos toros, como ya dábamos por sentado antes de llegar a la plaza, porque el tema no es nuevo, sino muy viejo. De ellos, el jovencito -cuatreño casi por los pelos- era un inválido absoluto. El otro, una cucaracha. Cuando la cucaracha, la gente ya estaba harta y desde los focos de afición concienciada le gritaban novillero al adulto que se apoda Niño. El aludido quiso torear, sin embargo, y lo hizo según sabe o acostumbra, que es colocarse en línea paralela a lo que tenga delante -en este caso la cucaracha-, y envarar el esqueleto, como si lo tuviera escayolado.
Plaza de Las Ventas
Novena de feria. Toros de Ramón Sánchez, desiguales de presencia, mansos e inválidos; el segundo, condenado a banderillas negras. Antoñete: dos pinchazos, estocada atravesada que asoma y descabello (algunos pitos). Pinchazo y estocada caída (vuelta al ruedo), Niño de la Capea: dos pinchazos, rueda de peones y dos descabellos (pitos). Estocada muy tendida y descabello (protestas). Julio Robles: estocada trasera ladeada (oreja y dos vueltas). Pinchazo. estocada y tres descabellos (aplausos). Presidió el comisario Font, mal. Lleno.
Así toda la corrida, de floja y también de mansa, si bien dos ejemplares se pudieron torear, por su mayor viveza y desde luego por su boyante condición. Uno le correspondió a Julio Robles y otro a Antoñete, quienes desgranaron muy toreros detalles durante toda la tarde. El primero de Robles era tan manso que no lo pudieron picar ni una sola vez. La nobleza del toro la descubrió Antoñete, quien en los medios paró al animal, que escapaba en una de sus múltiples oleadas, con dos lances magistrales, echando el capote abajo. El crujido del olé atronó la plaza. Dos capotazos que se alinean entre lo más torero que hayamos visto en la feria. Pero ya hablaremos de Antoñete.
Julio Robles brindó al público. El toro tenía nobleza y fuerza suficiente para embestir, quizá porque no había sido castigado. Su casta, buena, pese a la mansedumbre, permitió a Robles cuajar una faena importante, bien construida, ligada y medida, donde la instrumentación del toreo en redondo y al natural conjugaba valor y pureza. Retazos de abuso de pico quedan olvidados ahora por la mayor categoría del conjunto, en el que hubo clasicismo, amenizado con bonitos adornos y desplantes.
Sobró, en cambio, la crispación que manifiesta Robles en todas sus actuaciones, y no es él solo. La época torera que vivimos nos ofrece un plantel de toreros nerviosos, propensos al tic y a la comezón. Robles es un manojo de nervios, pero aún hay otros, zafios, que hacen gimnasia junto al estribo, se estiran las bielas agarrados a tablas, se buscan la pulga y llegará el día en que se rascarán la espalda frotándosela pontra los pilarotes de los portones.
De ahí a la torería hay un espacio sideral. Torería es -era ayer- la de Antoñete en los capotazos dichos, en otros de recibo al cuarto, sometiendo la acometida en el mismísimo platillo. Torería es -era ayer-, aquél andarles a los toros despacioso y relajado -aunque por dentro le ardieran infernales inquietudes-; aquél irse de la cara con pausada marchoseria. Toreria es -era ayer-, la naturalidad al citar, al embarcar, al rematar las suertes en redondo, que ejecutaba en los terrenos y a la distancia que precisaban las condiciones del toro. Así toreó Antoñete al cuarto, uno de los pocos que tenían faena en la tarde (el primero fue otro inválido), y sabemos que pudo sacarle mejor partido, como sabemos que tampoco esperábamos tanto de su reaparición.
El sexto, una mole de grasa, resultó el más inválido de todos. De tal manera se caía, que los peones tenían que levantarlo tirando del rabo y de las astas. Lo debieron apuntillar y a otra cosa. Julio Robles, muy lucido con el capote en los primeros tercios, incluso peleón cuando le enmendó la plana al Niño de la Capea, mejorando su quite por chicuelinas y rematando con media escalofriante, echando las dos rodillas a tierra, tuvo la torpeza de querer torearlo., Más digno habría sido abreviar. Pero, de cualquier forma, queda el recuerdo de su faena y de su tarde torera Termina la feria en alza, colocado en los primeros puestos del escalafón, muy por encima de muchas figuras, que para serlo necesitan el toro del fraude.
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