El calamar en ángulo obtuso
La culpa de todo la tuvo el primer caballo de pica, que se defendía dando unas vueltas la mar de pintureras. Al animalito le derribó de salida el Torrestrella que abrió plaza -preciosos Torrestrellas, alegres de lámina y de trote, codiciosos con los caballos, capaces de entretener con su presencia durante toda la tarde- y el jaco cogió al juego un respeto imponente. No quería ni oler al Torrestrella, tan bonito como el nombre de su divisa: daba vueltas y más vueltas, hurtaba el flanco.Salió el segundo toro, y dale que te pego: yira, yira.... a la gente le empezó a hacer gracia la cosa, y Dámaso González se dio cuenta. ¡Qué lección la del penco, qué manera de ganarse al público! Dámaso tomaba buena nota, mientras Paula y Paquirri se embebían suicidamente en sus respectivos egos. Y, claro, pasó lo que tenía que pasar. Torea Paula, y como no se había fijado en el caballo, no le sale. Un bronco y estentóreo antropoide, allá por mi derecha, clama: «i Chorizo!». Luego lo intenta Paquirri y lego como está de la lección equina, ni siquiera se decide a poner banderillas, con lo lúcido que es eso para cualquiera.
El antropoide se desgañita: «¡Chorizo, chorizo! ». Esta vez espurrea un poco en la ch porque tiene la boca llena de bocadillo de mortadela. Intento recordar aquel verso de Unamuno, en el que imitaba descaradamente a Antonio Machado: «Ese hombre del chorizo... ¡es el castizo! ». Pues nada, que estoy entre castizos. Y llega, por fin, el astuto albaceteño, guiña un ojo a su solípedo maestro y se pone a dar vueltas. El respetable se entusiasma: ¡esto ya es otra cosa! El choricero de mi derecha aúlla: «¡Aprende, Paula!». Y Paula se fija, el hombre, pero ya es demasiado tarde.
Lo de Dámaso es inimitable. La base de su estilo está en el avance hacia el toro: primero, estira hacia adelante una pierna como si se estuviera metiendo en el agua, la desliza, la desliza, mientras la otra se retuerce por detrás como si quisiera gastarse con ella la oreja del lado opuesto. No hay asana de yoga que pueda compararse al ejercicio. El cuerpo, mientras tanto, se comba hasta formar un ángulo obtuso con el ruedo y, sobre todo, con los espectadores.
En geometría no estoy muy puesto, pero juraría que el ángulo es obtuso y hasta puede que me quede corto. No sé, las palabras no alcanzan a describir semejante prodigio. ¿Ustedes recuerdan aquella película que hizo Walt Disney sobre 20. 000 leguas de viaje submarino? Bueno, pues el calamar gigante atacaba enroscando todos los tentáculos hacia adelante -lo cual temo que biológicamente no es muy correcto-, igualito, igualito que Dámaso González.
Este hace lo del calamar, pero en ángulo obtuso. Y cuando se reúne por fin con el toro, yira que te yira. Jamás he visto pase en redondo tan redondísimo: es la cuadratura taurina del círculo. Al acabarlo -y parece que no va a acabarlo nunca-, Dámaso mismo está un poco mareado y tiene que apoyarse un rato en un cuerno del sufrido morlaco para centrarse de nuevo. «¡Fíjate y aprende, so chorizo!», le grita mi vecino a Paula, mientran cada vez que intenta dar una verónica o hacer un quite le regaña ferozmente. El gitano estudia desalentado a la veleta pegapases: nada, que eso no es capaz de hacerlo él. Y se va Dámaso en hombros, con sus orejas y con las de sus toros. Gracias, percherón.
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