El papado y Turquía
Turquía es uno de los pocos países en el mundo donde los papas tienen mala Prensa. Es un hecho. Y no es por ser un país, musulmán, sino por un par de hechos recientes, que pesan mucho.Los musulmanes suelen respetar mucho a todos los personajes religiosos y en particular a los obispos cristianos, como lo hace en particular Turquía con el patriarca ecuménico, a pesar del secular contencioso entre griegos y turcos, avivado estas últimas décadas con Chipre y el arzobispo Makarios. A los papas les reprochan a veces las autoridades islámicas modernas en general el tener en el Vaticano una poderosa organización misionera, que pretende convertir también a los musulmanes y que envia misioneros a países islámicos. También les acusa, en general, de estar al servicio del imperialismo occidental, lo cual tiene algún fundamento cultural, fruto de la época colonial, pero que no corresponde a la gran cantidad de católicos que hay en países del Este, en el Tercer Mundo de Asia, Africa y América y especialmente en los países árabes de Oriente Próximo, donde hay cristianos que conviven con musulmanes desde hace casi catorce siglos. Pero lo de Turquía es un caso particular.
La «mala Prensa» de los papas en Turquía se debe a dos errores psicológicos importantes de la vida de Pablo VI a ese país.
El primero fue el hacer preceder la visita por la devolución de las banderas turcas ganadas en la batalla de Lepanto y conservadas en el Vaticano. Era un error histórico y diplomático. Lepanto fue un gran triunfo para los cristianos. Los turcos no suelen mencionar esa derrota suya, que, por otra parte, no tuvo mucha trascendencia. Al año siguiente se rehicieron y vencieron estrepitosamente a los españoles en La Goleta y Túnez, cautivando a varios miles de soldados y oficiales españoles e italianos. Felipe II tuvo que avenirse a unas treguas, y desde entonces las luchas hispano-turcas en el Mediterráneo ya no fueron más que escaramuzas. El mencionar Lepanto era un desliz histórico y diplomático, pero no tenía mucha trascendencia, fuera de los círculos diplomáticos y cultos de Turquía.
Más trascendencia tuvo el hecho de que Pablo VI, al visitar el Museo de Santa Sofía de Estambul, se arrodillara en el histórico monumento de la ruptura entre católicos y ortodoxos. Era olvidar que la célebre basílica de los griegos había sido convertida en mezquita cuando la conquista musulmana de 1453 y que el Gobierno turco, para quitar al monumento su carácter polémico entre cristianos y musulmanes, le había convertido en un laico e histórico museo.
El gesto piadoso del Papa de arrodillarse levantó una polvoreda inmensa. Los musulmanes más exaltados -y son muchos en Turquía, por la situación política- exigieron la vuelta del edificio al culto musulmán. El Gobierno de Ankara, puesto en un apuro político, había juzgado que el gesto del Papa había sido inconsiderado hacia sus huéspedes y su hospitalidad, por ignorancia del contexto: podía haber rezado en silencio, pero no haciendo un gesto tan ostentoso, que reavivaba viejas polémicas islamo-cristianas y no respetaba la voluntad turca de mantener el carácter laico del edificio, lejos de toda querella religiosa.
Estos dos hechos del pasado próximo explican la acogida correcta, pero muy fría, que tuvo Juan Pablo II en su viaje a Turquía. Por supuesto que no justifican el atentado, unánimemente condenado por la religión musulmana y por la inmensa mayoría de los musulmanes y, en particular, de los turcos, avergonzados por este hecho. Pero explican cómo el agresor pudo obnubilarse con la persona del Papa, cuya personalidad en «otros países es muy querida o al menos respetada. Unos errores hechos con la mejor buena voluntad, pero sin tener suficientemente en cuenta la realidad de los interlocutores, pudo provocar un deterioro de imagen pública que explique -nunca justifique- esas agresividades criminales./
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