La muralla indivisible
La parte de nuestro cuerpo me nos visible a nuestros ojos es la espalda. Sólo con la ayuda de espejos y zurciendo con la imaginación imágenes parciales podemos vérnosla en las, por otra parte, raras ocasiones en que nos obligan a ello la necesidad, o la simple curiosidad. Lo mismo les ocurre a las naciones. Cada una de ellas tiene un frente y un dorso. Por aquel, atento y sensitivo, se proyecta hacia afuera, hacia adelante; por éste, mucho menos sensible, se mantiene en postura estática, mirando hacia dentro y a la defensiva. «Tener bien guardadas las espaldas» es frase que revela la táctica elemental de quien se «enfrenta» con enemigos, rivales o competidores o, en suma, se apresta a la lucha por la vida. En ese sentido, España y Portugal han vivido siempre de espaldas, con todo lo que ello significa, a pesar de que lo que las separa no es más, físicamente, que una tenue tela de araña, pero, eso sí, una tela de araña que los prejuicios históricos y el olvido secular, el recelo y el orgullo han convertido en una muralla invisible tan sólida e impenetrable como la muralla china. Aunque nos llega por Portugal el benéfico influjo del Atlántico que traen las lluvias que aplacan la sed de nuestras tierras y, por otra parte, los ríos de la seca España fecundan las verdes campiñas lusitanas, los portugueses dicen que «de España, ni viento ni casamiento» y nosotros replicamos con un silencio que encierra tanta esquivez como ese adagio.Desde tiempo inmemorial sólo ha discurrido entre Madrid y Lisboa la gárrula retórica de la diplomacia. Palabras y palabras vacías que han servido más bien para robustecer esa muralla invisible que para hacerla permeable, porque lo que, en realidad, han pretendido siempre sus dirigentes es «mantener bien guardadas las espaldas». De ahí que la zona colindante haya sido siempre un glacis en vez de un espacio poroso y comunicante. Jamás se han abrazado ambos pueblos ibéricos, hermanos geográficamente, étnicamente, históricamente, culturalmente. A lo más a que han llegado ha sido a cruzarse miradas a hurtadillas, expresivas de enconos y recelos, como entre hermanastros que quisieran olvidar los vínculos de la sangre.
Por eso aguardan tantas sorpresas al español que visita Portugal por primera vez. Por un lado, no encuentra nada que le sugiera que es allí un verdadero extranjero, empezando por el idioma, tan semejante al suyo que es entendido sin gran dificultad, y él, a su vez, comprende el ajeno con tal de que sus interlocutores se esfuercen en hablar despacio. En cuanto a los demás rasgos físicos y culturales que constituyen la identidad de un pueblo, el español que recorre Lisboa u Oporto, apenas descubre más diferencias que las que pudiera advertir en las regiones españolas más caracterizadas, las que notarían un gallego, un asturiano o un navarro en la baja Andalucía, por ejemplo. Y lo sé por experiencia, porque cuando fui a vivir a La Línea de la Concepción desde la Vitoria alavesa, tuve una sensación de cambio ambiental más profunda que cuando he «descubierto» ahora sensorialmente a Portugal.
Pero, por otro lado, junto a ese aire hogareño que nos recibe tan halagüeñamente, percibimos en el portugués el mismo reflejo inhibitorio que acompaña al saludo de ese pariente que sólo tiene de nosotros muy escasas referencias y muy imprecisas, cuando no caprichosas y deformantes. Y es así porque españoles y portugueses nos desconocemos respectivamente. Salvo la de Unamuno, que clamó en el desierto, ninguna otra gran voz nos ha convocado a la misma mesa para compartir el pan y el vino del ágape familiar bajo la mirada de los penates comunes. Es más, ni siquiera existe en portugueses y españoles ese mínimo de curiosidad e interés que por conocerse sienten los inquilinos de una misma casa. Es como si viviéramos en distintas galaxias y nos cruzáramos en el espacio alguna vez, siguiendo rumbos contrarios. Ese recíproco desentendimiento se comprueba en el barómetro infalible de las relaciones culturales. He recorrido varias librerías importantes de Lisboa y Oporto, y no he hallado un solo ejemplar de autor español contemporáneo, ausencia que no se advierte en ninguna otra gran ciudad europea. Paralelamente, tampoco es fácil encontrar en las librerías españolas un nombre portugués de hoy. Me decía el más grande editor de Lisboa que hasta una colección de novela hispanoamericana, compuesta por los autores del boom, había fracasado allí estrepitosamente, con la única salvedad de García Márquez, cuando acaparaba la atención mundial.
Por supuesto, en los círculos intelectuales portugueses se lamenta que siga persistiendo esa incomunicación cultural entre los dos pueblos ibéricos porque son conscientes de que las actuales circunstancias históricas, idénticas para ambos en lo esencial, exigen imperiosamente que se identifiquen también en una misma postura ante la nueva Europa que nace, so pena de advenir a ella como invitados de segunda o tercera. Piensan que ninguna ocasión más propicia para ello que la que los últimos y coincidentes acontecimientos en los dos países nos deparan. Porque ambos acaban de salir de sendas dictaduras nacionalistas y anacrónicas; porque ambos son radicalmente europeos -¿quién dio su gran dimensión a Europa sino los descubridores portugueses y españoles?-; porque ambos viven, renacidos, en otros continentes, y porque ambos son, por último, los dos únicos inquilinos de la disputada península ibérica y, por consiguiente, presas codiciadas por los podencos.
Al volver de Lisboa descubro en nuestra Prensa un insólito vaivén de personalidades políticas entre las dos capitales peninsulares. Es un buen síntoma, pero mucho me temo que no vaya acompañado de los trasvases culturales precisos para generar una nueva conciencia en sus pueblos, en cuyo caso sucederá lo que otras veces, que las palabras y los papeles se apagarán en el vacío o amarillearán en los cajones burocráticos, absolutamente inoperantes. Mientras no se haga desaparecer esa tela de araña que ensucia y deforma las imágenes cuando los portugueses miran a España o los españoles a Portugal, continuará en pie esa muralla china en que se convirtió, hace siglos, la frontera invisible que nos separa. Y eso sólo se puede conseguir mediante el turismo, la Prensa y la televisión, las becas universitarias, las traducciones de libros, el intercambio de intelectuales en misión cultural, los congresos, las exposiciones, una diplomacia menos técnica y burocrática y más humanística, y todo cuanto pueda instrumentarse con imaginación a fin de llegar a un abrazo cara a cara de los dos pueblos hermanos. Sé que en los portugueses perviven fuertes recelos históricos, como he visto polvo del imperio perdido en las calles de Lisboa, pero sé también que las nuevas generaciones españolas no guardan en el corazón esas nostalgias enfermizas. Por eso nos toca a nosotros adelantar los brazos. ¿Que es un deseo utópico el que propugno? Tal vez. Pero no se me negará que hay utopías realizables, y yo pienso que esa puede ser una de ellas.
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