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Apostar por la vida

(Carta abierta a don Manuel Fraga)

Con el profundo respeto con que siempre procuro dirigirme a toda persona, cualquiera sea su ideología o posición social y política, me atrevo a hacerlo con usted con motivo de una afirmación hecha a lo largo de una entrevista en Televisión Española a raíz de las últimas víctimas del terrorismo. Usted dijo con toda naturalidad que, si fuera necesario, se debería reimplantar la pena capital para ejemplarizar a la sociedad en su defensa contra tamaña plaga.Y me dirijo a usted en su doble condición de experto en derecho y de cristiano practicante: de la profundidad de ambas dimensiones no tengo el menor derecho a tener dudas de ninguna clase.

En otras ocasiones, usted se ha profesado enemigo total de toda permisividad legal referente al aborto. Yo también me incluyo entre los que condenan el aborto como un atentado a la vida ajena. Pero no basta con hacer una condena puramente sectorial. En el mismo saco hay que meter todo lo que significa «respeto por la vida ajena».

A lo largo de la historia de la moral que se ha autodenominado cristiana se ha planteado el problema de si alguna vez era lícito matar. Y la respuesta por parte de no pocos sesudos varones ha sido un rotundo sí. En concreto -según ellos-, se puede matar, de acuerdo con la figura del voluntario indirecto, para defender la propia vida contra un injusto agresor tanto a nivel individual como social (guerra). Se puede matar para defender valores espirituales que se aprecian más que la vida: libertad, bienes religiosos, el bien de la justicia social. Se puede matar al criminal convicto y confeso (pena de muerte).

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Pero lo más curioso de este tipo de opinión moral sedicente cristiana es que se legitima también la muerte del inocente. En el caso llamado de «guerra justa», la moral tradicional ha admitido como lícita la occisión de los inocentes, como efecto indirecto, no querido pero sabido, de la muerte de los culpables. El injusto agresor, a quien se mata para proteger la propia vida, cabe que sea inocente -deficiente mental, niño sin uso de razón aún-, lo que no quita para que esa defensa sea, legítima.

Pues bien, si usted, según creo probable, se encuadra en esta corriente de opinión, no veo congruente su enemiga frontal a todo tipo de aborto. Ciertamente, yo parto del presupuesto de que el cigoto es ya un ser independiente, del que la madre no puede disponer como si fuera una parte de sí misma. Pero aun en este caso, el feto podría ser considerado, en determinadas ocasion.es, como un agresor injusto, aunque inocente. Así lo han considerado muchos moralistas católicos. al hablar del aborto terapéutico, en que la acción del médico se ordena directamente a salvar la salud de la madre, en peligro grave, de la que se sabe seguirá la muerte del feto (inocente). Es decir, en determinadas circunstancias, dar muerte a un ser humano inocente podría ser moralmente lícito. Por consiguiente, según esta opinión, se trata de averiguar si el respeto y amor a lavida se salva más certeramente por el aborto que sin él.

Hasta aquí estoy arguyendo desde una posición admitida por muchos, aunque yo personalmente diste enormemente de ella. Con ello quiero decir que un señor que admite la licitud de la pena de muerte contra un criminal convicto y confeso, que legitima una guerra justa, aunque de ella sean víctimas muchos inocentes, no puede sin más cargar todas sus baterías para condenar el aborto sin hacer muchas matizaciones, que en gran parte serán permisivas.

Por el contrario, si un señor es absolutamente contrario al aborto porque se muestra defensor de la vida ajena a ultranza, es totalmente ilógico el que pretenda defender la pena de muerte o la legítima defensa violenta.

Y me dirá usted: ¿por qué un cristiano no puede admitir la pena de muerte? Reconozco que en la historia del cristianismo se ha cometido este tremendo fallo, hasta el punto de que en los Estados pontifícios la pena de muerte estaba vigente y se practicaba sin indulgencia, como fue el triste caso de la ejecución de unos jóvenes anarquistas en las postrimerías del pontificado de Pío IX. Pero los cristianos no podemos partir de nuestra praxis para tipificar nuestra fe: nuestra praxis es profundamente pecadora, y para nuestra fe tenemos unos claros y rotundos puntos de referencia que nos dan la pauta segura en este delicado asunto.

En efecto, condenar legalmente a muerte implica hacer de una persona un juicio total y definitivo. Ahora bien, la fe cristiana nos dice expresamente que sólo Dios puede penetrar en la profundidad de la conciencia humana para hacer este juicio definitivo. Por tanto, cuando una criatura se atreve a pronunciarse con esa absolutez sobre una persona, le está arrebatando a Dios un privilegio irrenunciable. Y esto, en nuestro lenguaje, se llama sacrilegio.

Como comprobación histórica de la realidad de este tipo de sacrilegio están tantos casos de condenas a muerte que a posteriori han sido revisadas y halladas injustas. Y los cristianos no podemos olvidar que una pena capital, realizada con todas las condiciones exigidas por la jurisprudencia de la época y del lugar, se ejecutó nada más y nada menos que contra un tal... Jesús de Nazaret.

No. Los cristianos no podemos jamás aceptar la pena de muerte. Y si en un país en que ésta estuviera vigente un juez se viera obligado a pronunciarse a favor de una ejecución capital, yo en conciencia no lo podría eximir de pecado gravísimo contra la fe cristiana, si es que la profesa. Naturalmente, yo respeto otros sistemas de valores, pero desde la pura fe cristiana la pena capital no puede menos que ser sencilla y llanamente un tremendo sacrilegio.

En una palabra, querido profesor Fraga: lo admiro y lo comprendo en su lucha contra el aborto, pero no entiendo cómo puede usted compaginar este ardor por la vida humana con esa frialdad con la que postula la reimplantación de la pena de muerte para acabar con... la muerte.

Y, para terminar, quisiera recordarle lo que historiadores y sociólogos nos repiten machaconamente: la pena de muerte no hace disminuir los delitos. Por el contrario, puede contribuir a crear un nuevo santoral de heroicos mártires. que perpetúe la tozudez del fanatismo terrorista.

Y los cristianos no debemos olvidar aquello de que «la sangre de mártires era semilla de cristianos». Así lo comprendieron también muchos sensatos gobernantes del Imperio Romano que procuraron superar las condenas a muerte de los cristianos, para evitar con ello su rápida difusión.

Los últimos errores de los valientes guerrilleros convertidos rápidamente en guerreros totalitarios e inexorables nos hacen pensar que el procedimiento homeopático no cura la violencia: violencia no se cura con violencia, sino con no violencia profundamente activa.

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