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El concierto de Bruce Springsteen en Barcelona ofreció la emoción y la verdad del "rock"

El pasado martes, Bruce Springsteen, cantante, compositor y guitarrista americano, considerado unánimemente por la crítica como el mejor, actuó en Barcelona. El Palacio de Deportes de Montjuich acogió a 7.600 personas llegadas de todas partes de España para un concierto que duró las tres horas más intensas que haya vivido el rock en nuestro país.

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Bruce Springsteen, en Barcelona. De cuando en cuando, cada mucho tiempo en música, se dan aconteceres que rebasan cualquier capacidad de asombro, hechos frente a los cuales la lógica no sirve de nada, ni siquiera la comprensión. Son hechos que emocionan, que sinifican mucho más que un momento de gozo o de diversión, son cosas que hacen entender muchas otras. Así fue lo de Bruce Springsteen. Durante las tres horas que estuvo sobre el escenario, este americano de aspecto burdo proyectó hacia su público la mayor gama de sentimientos, de actitudes, de ideas y de música que pueda ofrecer el rock and roll. Era, más que un resumen, la enciclopedia de esta música, su justificación última y más completa: lo era todo.Intentar describir lo que sucedió el pasado martes en el Palacio de Deportes de Montjuich es casi una locura, uno se siente pequeño y casi absurdo intentando hacerlo, porque lo único que apetece decir es algo así como qué bello, qué grande, qué bello. A las 21.30 horas en punto, Bruce Springsteen salía a escena vestido con una chaqueta vaquera remendada, pantalones también vaqueros y botas camperas. Y cualquiera debía sentirse inmediatamente atraído por la sonrisa cándida y relajada que aparecía entre sus patillas de pandillero genial, aún antes de que empezara a cantar. Porque cuando lo hizo, con esa voz intensísima, que sufre de rabia y pena y hace comprender, que sabe elevar los espíritus caídos, que sabe gastar bromas y hablar la verdad, entonces es cuando uno empieza a olvidarlo todo para vivir solamente lo que allí ocurre y las imágenes que desde allí surgen.

Un líder honesto

Springsteen no es una estrella, es un líder. Pero un líder que trata de ser honesto, que no escamotea a su gente lo que su gente espera de él, un líder que cobra caro, pero muy poco para lo que da. Lo cantó todo, piezas de todos sus elepés, canciones de Creedence Clearwater Revival y de Woody Guthrie, y acabó con un medley rockero en el que incluye Devil with the blue dress on o Good golly miss Molly. Y va diciendo sus cosas con el tratamiento justo mostrando que es posible no ser nunca trivial y, al mismo tiempo, no caer jamás en la pedantería, enseñando que se puede ser el más grande, el mejor, a base de ser sincero. Que hace a la gente un regalo que no se paga: sentimiento.

Pero no estaba solo. Por allí, y aun antes de verla, se sentía una banda tremenda que sonaba como todos los diablos desatados y que podía ser sutil. Una banda, la de la Calle E, cantando con su líder, disfrutando con él tanto como el público o como los técnicos que -primera vez que lo veo- seguían también el ritmo con la cabeza, el cuerpo o los pies. Era Miami Steve van Zandt, el otro guitarra, trajeado con una especie de abrigo viejo de cuello de terciopelo y una boina que casi ocultaba su pequeña cabeza (luego salió en gangster, también estaba increíble, con sus tirantes y todo).

Miami cantaba con una voz aflautada impropia de su catadura siniestra, mientras el batería, Max Weinberg, le pegaba a los apenas cuatro tambores que utiliza como un verdadero poseso, a pesar de su aspecto de oficinista. El bajo, Gerry Talletn, parecía normal, pero esa opinión acababa cuando resonaba uno de sus golpes salvajes Roy Bittan, al plano, y Danny Federici, al órgano, creaban los ambientes, y, al final, Clarence Clemons, un saxo negro vestido de verde y luego de rojo, que sonreía a todos cuando tocaba la pandereta para luego soltar unos riffs que cortaban el aliento. Es una de las mejores bandas que corren por los escenarios, un prodigio a la altura del jefe.

El jefe, que pedía silencio en Independence day para explicar sencillamente cómo hay que entender hoy los ideales que hicieron nacer a Estados Unidos, o en Point Blank, donde nos hablaba de la gente machacada por la vida y por una sociedad que les despoja de lo más bello, de sus ilusiones. Pero no para regodearse en la miseria, porque luego subió a una amable espectadora hasta el escenario y se pone a bailar con ella, salta sobre el piano, corre por aquí y por allá, provoca la respuesta de la gente, sus coros. Ríe con todos y grita con todos: se le ve disfrutar y nunca se cansa.

Hay una media parte, para continuar luego a un ritmo frenético, como si hora y media de actuación fuera sólo un precalentamiento. Y la gente, apabullada desde un principio por la intensidad y la marcha del héroe, pasaba ahora a alucinar con su resistencia física.

Aquello parecía no tener fin, pero lo tuvo. Primero en broma, porque cuando los músicos se retiraron del escenario se dio en la sala la mayor bronca que recuerda Barcelona en un concierto. Nadie se movía, ni se movió luego, cuando la segunda repetición. Y cuando digo nadie, empleo la palabra en términos absolutos.

Su actual manager y antiguo crítico de Rolling Stones, Jon Landau, dijo en 1974 que había visto en Bruce Springsteen al futuro del rock and roll. El otro día no sé si vimos el futuro, no sé lo que vimos, pero sí lo que vivimos: la verdad del rock and roll.

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