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Los fueros del sujeto

Para el estudiante de Sociología que llegaba a París a principios de los años sesenta, entrar en la Sexta Sección de la Escuela Práctica de Altos Estudios era como entrar en una religión. Una religión que tenía corno doctrina la sacrosanta neutralidad y cuyo único dios verdadero era la ciencia objetiva. Sus grandes prelados -Braudel, Vilar, Friedmann, Aron, Lévi Strauss, Goldmann- sólo la invocaban con respeto y unción, y sus jóvenes sacerdotes, Alain Touraine, a caballo de la sociología industrial. Pierre Bourdieu, desde la etnología y la educación: Michel Crozier, emplazado en el estudio de las organizaciones, pronto se consagrarían públicamente, con La Sociología de la Acción, Los herederos y El fenómeno burocrático, respectivamente, a su culto y liturgia.En ese unánime panorama, Edgar Morín, situado en el Centro de Estudios de Comunicaciones de Masa que acaba de crearse (1.959), aparece como una excepción inquietante, como un hereje cordial y perturbador, a medio camino entre la amenaza y el pintoresquismo. Su obsesión por lo singular y su dependencia de los «aconteceres concretos» desde los que salta a lo simbólico y al imaginario social: su dedicación a tenías sociológicamente menores como el cine, la cultura adolescente cotidiana, el automóvil, las vacaciones, la incursión de la magia en la vida actual, el turismo, el mundo musical de los jóvenes que son la materia de esa cultura de masa que estudia en El espíritu del tiempo; pero, sobre todo, la reivindicación del sujeto como protagonista capital de la reflexión teórica y del análisis de la sociedad, le sitúan a contracorriente y le constituyen en portavoz de una alternativa marginal y minoritaria.

Mientras que su amigo Roland Barthes, compañero en temas -véase su libro Mitologías- y en institución -el CECMAS- se orienta hacía el objetivismo estructuralista, Morin denuncia la imposible neutralidad, que no es sino la coartada, que pretende legitimar las ocultas preferencias del investigador, y en su «método autocrítico y totalizador» afirma que, para captar las múltiples dimensiones de la realidad social y cultural y pasar desde ella al nivel de lo fundamental, es necesario no sólo que el sujeto se sienta implicado, sino que implique su «totalidad subjetiva» en el proceso analítico, a la par que someta a examen todos los aprioris teóricos, estéticos y morales que, inevitablemente, le acompañan en su análisis. Los temas, los intereses y, en especial, el comportamiento científico de Edgar Morin, provocaban en la academia la ostentosa ignorancia de unos; el airado recelo de otros; la condescendiente sonrisa de los más.

Veinte años después

Han pasado veinte años. Los dioses han cambiado, pero los oficiantes siguen. La neutralidad es algo en lo que ya nadie cree y lo objetivo es, en el mejor de los casos, el inalcanzable horizonte contra el que se perfilan los objetos. El sujeto está en todas las bocas y su presencia está en todas las prácticas. Crozier, en El actor y el sistema, le concede la posición central; Touraine, investigador y apóstol de los movimientos sociales, defiende, en La voz y la mirada, no ya la función determinante del sujeto en el análisis social, sino que el verdadero conocimiento sociológico sólo se produce en los procesos de intervención social, de los que es indistinguible. Apenas doce años separan al Bourdieu definidor del Oficio de sociólogo, que escribía ciencia casi siempre con mayúscula, del Bourdieu que expulsa la neutralidad del comportamiento científico, y que reivindica more habermasiano; el interés como fundamento del saber de la ciencia.

En el entratanto, Morin ha encontrado en las ciencias duras -biología, física, teoría de sistemas- el soporte de su noción de subjetividad. En biología la lógica del ser vivo, desde la bacteria al animal superior, le permite vincular el concepto de sujeto no a la dimensión psicológica de conciencia y afectividad, sino a la estructura oreanizativo-cognitiva que distingue y opone lo de uno a lo que no es de uno, que valora y protege lo propio a la par, que expulsa lo ajeno (gracias a las enzimas de restricción que descubren los fragmentos de ADN extraños los dividen y los destruyen), y que hace de la autoreferenciación y del egocentrismo el eje cardinal de su existencia.

Este «principio de exclusión» biológico, distinto del «principio de exclusión» físico de Pauli, pero que es común al investigador social y a la Escherichia coli, encuentra su correlato en la teoría de juegos de von Neumann y de Morgenstern en la que el jugador es un actor egocéntrico, que sólo puede jugar de forma autoreferenciada y en función de su interés. Sobre esta subjetividad, digamos ingénita y constituyente, se desarrollará, simultáneamente, la subjetividad psicoafectiva y la conciencia de sí, la cual será, por una parte, la culminación de la subjetividad y, por otra, su punto de rebasamiento.

El conocimiento científico, insiste Morin, opera no por sustracción de la subjetividad, sino, mediante movilización de todos sus recursos, por su pleno empleo. Pero lo propio del sujeto no es la arrogancia antropocéntrica en que se instalan sus conversos, sino la incertidumbre sobre sí mismo. La absolutización de lo subjetivo, que practican ahora muchos científicos sociales, es otra forma de anclaje objetivo, una nueva expresión de la dominación de la objetividad. Pues ser un sujeto quiere decir saberse particular, manifestarse en la autoconflictualidad, establecerse en la contingencia del perfectible conocer. Sólo esta crítica autoconciencia puede ayudarnos a desvelar las servidumbres de la subjetividad, o lo que es lo mismo, de la investigación y de la práctica científica actuales, condición inexcusable de su superación y progreso. Estos son los auténticos fueros del sujeto: los que fundan, contemporáneamente, sus posibilidades y sus límites. Hasta aquí Morin, hoy.

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