50 años después
EL CINCUENTENARIO de la proclamación de la II República se produce en unas circunstancias históricas tan singulares y en un ambiente político tan crispado y enrarecido que cualquier glosa del 14 de abril de 1931 debe tomar en cuenta el marco actual de su conmemoración. La distinción entre las formas de gobierno y los contenidos institucionales que aquéllas encierran puede ser fácilmente ilustrada por la ambigüedad con que, tanto en la derecha como en la izquierda, se valora la caída de la monarquía hace cinco décadas y su reinstauración hace sólo un lustro.Tras el golpe frustrado del 23 de febrero, a cuyo fracaso contribuyó de manera decisiva e irreemplazable don Juan Carlos, demostrando con el lenguaje de los hechos su compromiso con la Constitución y con el régimen de libertades, la constelación golpista, bastante más grande de lo que los procesamientos por la jurisdicción militar acotan, comienza a tomar posiciones, prudente pero inequívocamente, para el derrocamiento del Rey y la supresión de la Monarquía parlamentaria, la posible en una sociedad europea y moderna. No son casuales ni la confesión de Tejero en su última proclama («no soy monárquico»), ni los pronunciamientos antimonárquicos que se pueden leer, expresados de manera directa, en lenguaje esópico o entre líneas, en la Prensa golpista. Ni que decir tiene que ese deslizamiento, por exclusión, de los ideólogos del movimiento sedicioso hacia la forma de gobierno republicana no guarda la más mínima relacióncon los contenidos democráticos -libertades, derechos humanos, soberanía popular, autonomías, modernización del aparato estatal, primacía del poder civil, reformas educativas y sociales, etcétera- del proyecto del 14 de abril de 1931. La república con la que suenan los enemigos de la Monarquía parlamentaria, que distribuyen equitativamente sus odios y sus injurias entre don Juan Carlos y las instituciones democráticas, seria la envoltura de una dictadura a la chilena y el remedo, casi cuarenta años después, de aquella República de Saló que el fascismo italiano eligió como tumba.
Si para los golpistas los contenidos políticos prevalecensobre las formas de gobierno, resulta lógico que el cincuentenario de la II República sea contemplado por los defensores de la Constitución y de la democracia con la perspectiva que concede el paso de los años y el aprecio por el régimen que garantiza hoy las libertades. La conmemoración del 14 de abril no tiene por qué negar en nuestros días a la Monarquía parlamentaria, situada, por merecimientos propios, en la misma estela de convivencia civil y de voluntad de progreso en la que trató de inscribirse el experimento republicano y que fue interrumpida por la guerra civil y la dictadura franquista. Conmemorar hoy el cincuentenario de la II República no es celebrar en abstracto el derrocamiento de la forma monárquica de gobierno, sino, simplemente, levantar acta de que la Restauración cayó por el vaciamiento de sus contenidos democráticos, como consecuencia de una larga práctica de caciquismo y de distanciamiento entre la clase política y los ciudadanos, y por las complicidades de la Corona con la dictadura de Primo de Rivera. Y defender hoy la Monarquía parlamentaria al tiempo que se rinde homenaje al 14 de abril, fecha en que los intelectuales, la burguesía modernizadora, los trabajadores y un sector de las Fuerzas Armadas manifestaron su vocación republicana, significa, por implicación, que la ruptura de 1931 no se dirigió contra la organización formal de la jefatura del Estado, sino contra un sistema autoritario de gobierno, incapaz de guiar a la sociedad española hacia esas metas de renovación y de esperanza que todo pueblo necesita para convivir en paz y en libertad. Las vueltas de la historia o la astucia de la razón han hecho que sea precisamente un nieto de Alfonso XIII, destronado en 1931, quien haya contribuido de manera decisiva a la recuperación de la soberanía, de la dignidad y de las libertades por el pueblo español.
Por lo demás, la II República es una experiencia histórica cargada de enseñanzas para nuestro presente y para nuestro futuro. Muchas cosas han cambiado en estos cincuenta años, pero otras han permanecido sustancialmente inalteradas. La emigración hacia las ciudades, la urbanización y la industrialización habían quitado fuerza explosiva a la situación agraria, pero el retorno de los trabajadores desde Europa, el desempleo en los sectores secundario y terciario y las repercusiones de la crisis en la agricultura amenazan con avivar rescoldos nunca apagados. La extensión del paro, que también contribuyó a desestabilizar a la II República, se produce en una sociedad más compleja y con mayores medios para proporcionar cobertura a los desempleados, pero crea un peligroso caldo de cultivo para la demagogia. Las centrales sindicales son, en nuestros días, organizaciones responsables que aceptan el marco de relaciones industriales de una economía mixta para la negociación de los conflictos laborales, pero el Estado se muestra todavía reacio a regularizar la situación del patrimonio verticalista. También el capitalismo español es mucho más maduro que en la década de los treinta, y además existe hoy un sector público que, una vez saneado de corrupciones e ineficacias, podría ser un eficaz instrumento para la política económica. Los españoles son menos pobres que en 1931, pero la crisis económica mundial ha roto sus expectativas de una mejoría continua de sus niveles de vida. Aunque la Seguridad Social cubre a una gran parte de la población española, no cabe ocultar la mediocridad de sus servicios. La educación pública gratuita continúa siendo una tierra prometida a la que nunca se llega.
Cataluña y el País Vasco han alcanzado ámbitos posibles de autonomía superiores a los establecidos por los estatutos de la República, pero el terrorismo etarra sigue ensangrentando con sus crímenes nuestra convivencia y el diseño del mapa autonómico para el resto de España se ha convertido en una pesadilla para la clase política. Los ayuntamientos democráticos están contribuyendo a mejorar la existencia cotidiana de los españoles, en la medida en que se lo permiten sus recursos y sus competencias. La derecha y la izquierda parlamentarias se han comprometido con la Constitución y con el respeto a la legalidad de forma mucho más sincera y consecuente que las formaciones equivalentes de la II República. La manifestación del 27 de febrero demostró, por lo demás, que el desencanto o la pasividad de los ciudadanos, debidos en parte al aislamiento de la clase política de sus electores, son fenómenos superficiales que desaparecen cuando las libertades están en peligro. Los golpistas poseen una base social no sólo infinitamente menor de lo que sus delirantes ideólogos predican, sino también sustancialmente inferior a la equivalente en la época republicana.
Aunque la financiación de los colegios religiosos y la legislación sobre el divorcio hayan dado lugar a interferencias de la jerarquía en la esfera del poder civil, no parece imaginiable se repita una guerra de religión como la que ensombreció la II República. El golpe del 23 de febrero ha establecido injustificados paralelos con el 18 de julio, pero la circunstancia de que el movimiento sedicioso de Tejero y Milans del Bosch tratara de impedir la designación de Leopoldo Calvo Sotelo como presidente de Gobierno -cuando el levantamiento de Franco se produjo tras el asesinato de José Calvo Sotelo- sólo puede contribuir a incrementar los temores.
El actual Gobierno haría mal en olvidar que el 18 de julio empezó a gestarse materialmente cuando José María Gil-Robles se hizo cargo del Ministerio de la Guerra y modificó la política militar del anterior bienio. Y la izquierda, a su vez, no puede ignorar que la aventura de Asturias y de Cataluña, en octubre de 1934, tuvo una gran responsabilidad en la marcha colectiva hacia el abismo de la Il República y de la sociedad española.
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