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De cómo evitar el galardón

Todos los años, con la llegada de la primavera, los novelistas medianos que hayan publicado una novela durante los doce meses anteriores viven en el terror de que les pueda ser otorgado el Premio de la Crítica. Es una más de las tribulaciones y no el menos grave de los peligros a los que estamos sometidos los novelistas medianos. Ese temible galardón, del que sistemáticamente se ven libres los buenos novelistas, constituye la insoslayable ejecutoria de mediocridad con la que la crítica especializada estigmatiza una novela. Con refinada sutiliza, con tenaz esfuerzo, con pasmosa imaginación, los críticos literarios reunidos (por lo general, en Zaragoza) orientan al público lector como un padre severo aleja de su hijo toda oportunidad de goce, no dejándole ver ni los árboles ni el bosque sino sólo los matojos.Quizá baste un poco de iniparcialidad para considerar correcto este sistema de nuestros críticos tan correcto como sería premiar una de las dos o tres buenas novelas que, premio tras premio arrojan a la cuneta de los finalistas. ¿Qué importa, a fin de cuentas. ser premiado a contrario sensu? Admitida la extravagancia de rechazar lo mejor, ¿por qué no admirar esa esforzada sagacidad de rebuscar entre lo peor y encontrar siempre un libro que premiar en contra del sentido común y del buen gusto? ¿Es acaso la literatura narrativa asunto de juicio ponderado de gusto establecido de calidades estéticas? Con un mínimo de imparcialidad ha de reconocerse que los críticos reunidos, además del valor que se necesita para proclamar la zafiedad del propio gusto proclaman con su veredicto, su inconformismo con todos los criterios de valoración iniperantes durante el resto del año, incluso con los defendidos por ellos individualmente desde sus trabajos críticos. Parece como que al reunirse excitados por vaya usted a saber qué atmósfera de relajo zaragozano, los críticos decidiesen echar una cana al aire. Pero tabernaria, estentórea y nalguera, que es como deben ser este tipo de expansiones.

No obstante, este tipo de razonamiento apenas sosiega al novelista, mediano, ni siquiera al imparcial, como soy yo, que reconoce el coraje de nuestros críticos a la hora de premiarlo impremiable. El novelista mediano vive siempre con la esperanza de escribir una buena novela. Nadie como los aquejados de un talento mayormente sustentado en el trabajo sabe de esa ilusión de esa milagrería del salto cualítativo que se da dos veces por siglo desde la paciencia a la inteligencia.

Mediocridad

Pero también nadie como un novelista mediano teme tanto la vertiginosa caída en la mediocridad. Hay que vivir cotidianamente en los bordes de la sima, asido a un saliente y con la mirada en la cumbre, más o menos velada de nubes para saber lo que significa que vengan unos señores desde Zaragoza a pisotearle las manos con sus premiazos y a lanzarte al fuego eterno, durando lo que dura en materia literaria la eternidad. Todos sabernos de buenos novelistas a quienes hace años, cuando aún no estaba perfeccionado el actual procedimiento baturro, les cayó encima el Premio de la Crítica y todavía no se han repuesto.

En consecuencia, no cabe otra salida que evitar que a uno le otorguen ese premio. Pero ¿cómo? Lo más seguro, claro está es escribir una buena novela, como las que han publicado el último año Torrente Ballester y Benet, y gracias a las cuales se han librado de ser premiados. Pero para ese viaje se necesitan muchas alforjas. Quedaría el remedio, mediante artificios de toda laya, de enmascarar como buena una mediana (y es argucia frecuente y de probado éxito), aunque no olvídemos que el olfato de los críticos reunidos es un olfato especializado y que la trampa resultaría tan ingenua como recubrir de queso de nata un pedazo de cabrales. Ya que no se pueden escribir La isla de los jacintos cortados o Saúl ante Samuel, así como así ni tampoco es cosa de dársela con queso a la asamblea crítica, habrá que examinar la posibilidad de renunciar al Premio de la Crítica si llega el trance.

Dios no lo quiera, pero si llega, hemos de ser conscientes de la dificultad que entraña renunciar a un premio que no tiene dotación económica. Para Sartre fue cómodo porque el Nobel (que se da en Estocolmo pero que últimamente parece que se da en Zaragoza) lleva aneja una medalla y una cantidad. Ahora bien renunciar a nada siempre levanta suspicacias sospechas y rencores. Daría la impresión de que el renunciante ni respetaba a los críticos ni acataba la sentencia de tan alta instancia. Por otra parte bastantes riesgos de facilonería acechan al novelista mediano para renunciando echarse encima el sambenito de haber hecho lo más obvio.

Confusión

Aunque un novelista ya tiene suficiente con terminar su novela y no suele pensar en los lectores hay que considerar la confusión que produciría entre el público la renuncia. El público, según los críticos, se guía por la crítica, y que el elegido muerda la mano que le da la gloria no se juzgará ni comprensible ni encomiable. Se trata evidentemente de quedar bien con la crítica y, simultáneamente de que la crítica no le aniquile a uno. Personalmente no tengo resuelto el dilema, y como sería de justicia dada la calidad de mis novelas, que una de estas primaveras me otorgasen el Premio de la Crítica, estoy maquinando la treta de firmar de ahora en adelante con seudónimo. Y, por lo menos, salvar el buen nombre del apellido.

En verdad existe sólo una auténtica manera de librarse de ese premio. Se trata de una solución radical que a cierta edad tienta al escritor mediano, como un vértigo o una fascinación. y que podría enunciarse así: escribir más cada día y nunca publicar nada. Dado que por ahora, el Premio de la Crítica lo recite sobre inéditos la impunidad sería total. De paso, esta fascinante posibilidad encierra el suplemento de dicha de prescindir del editor. ¿Qué mayor placer puede obtenerse de este oficio que ejercerlos sin editores ni críticos?

Puede objetarse que la carencia de lectores resultaría dolorosa en ocasiones. No. Si el novelista dispone de una familia algo numerosa y de un grupo de abnegados se sentirá incluso mucho más leído que cuando estaba en los escaparates de las librerías.

No hay pues, otro remedio para evitar el Premio de la Crítica que dejar de publicar libros. ¿No será esta la secreta finalidad de esos fallos de los críticos reunidos a orillas del Ebro y que un observador precipitado supone que son producto de las emanaciones letales de las contaminadas aguas del río padre? Puesto que una de las funciones más excesivas de la misión crítica es despejar el cotarro, no me extrañaría que hubiesen decidido subrepticiamente eliminarlos a los medianos mediante el premio o la simple amenaza de premio.

Suprimidos los mediano. les bastará con premiar durante unos años a los malos de solemnidad para que el panorama narrativo de este país refuija. La crítica aun pringándose la clámide hasta las claviculas, habrá saneado la literatura nacional. Ahora bien a secreto agravio, secreta venganza. Ardua tarea les espera entonces. A nosotros nos habrán reducido a los códices, pero ellos tendrán que esfumarse o caer en el desprestigio del sentido común y del buen gusto. Porque ¿a quién van a otorgar entonces el Premio de la Crítica? ¿A los que se lo merecen o a las castañeras?

Juan García Hortelano novelista, autor de Los vaqueros en el pozo, su último libro y de El gran momento de Mary Tribune y Nuevas amistades.

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