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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Devolución de un aplauso

NO ES seguro, pero tampoco imposible, que los historiadores puedan señalar, dentro de algunas décadas, la fecha de ayer, en la que el Congreso de los Diputados dictó auto de libertad provisional y vigilada contra los medios de comunicación, como uno de los jalones principales en el camino de regreso hacia el régimen autoritario de las instituciones democráticas reinstauradas en nuestro país entre 1976 y 1979.El golpe de Estado del 23 de febrero resultó frustrado en la conquista de su programa máximo, pero está obteniendo resonantes éxitos en el cumplimiento de su programa mínimo. Es cierto que la Constitución sigue formalmente vigente, que los partidos y los sindicatos continúan siendo legales, que los representantes electos para el Parlamento, las instituciones de autogobierno y la Administración local permanecen todavía en sus escaños, que ninguna junta militar se ha hecho cargo del poder ejecutivo y que el presidente del Gobierno, elegido por el Congreso para sustituir a Adolfo Suárez, reside aún en el palacio de la Moncloa. Sin embargo, tanto el Gobierno como la oposición parecen haber emprendido, primero al paso, ahora al trote y ojalá no sea mañana al galope, la senda del vaciamiento del edificio democrático, aunque queden en pie su fachada o sus paredes, como melancólico monumento para las generaciones futuras.

En todo este proceso no se puede quitar ni un adarme de su siniestra responsabilidad al terrorismo de las bandas armadas de ETA, que han apostado la sangre y el crimen necesarios para lograr el autocumplimiento de sus bárbaras profecías. Sin duda, los tiros en la nuca, los alevosos asesinatos, y los salvajes atentados de esos sanguinarios orates han servido de fulminante para que las instituciones democráticas se replegaran sobre sí mismas y dejaran espacio para la lenta pero firme contraofensiva política, social e ideológica de las fuerzas involucionistas. Sin los crímenes de ETA, el golpe del 23 de febrero, aunque deseado por sus ejecutores y padrinos, no hubiera podido producirse. Sin el movimiento sedicioso de Tejero es dudoso que el Gobierno hubiera decidido el envío de fuerzas del Ejército al País Vasco, medida colmada de riesgos, que sólo la voluntad de sustituir la acción por su apariencia puede llegar a explicar. Sin el clima de amedrentamiento y de inseguridad de poder civil tampoco serían concebibles otros pasos y proyectos destinados a carcomer los contenidos de nuestro actual régimen de libertades.

En esta perspectiva, los párrafos que afectan a los medios de comunicación en la llamada ley para la Defensa de la Democracia cavan la fosa para la libertad de expresión, constituyen una directa agresión al artículo 20 de la Constitución, significan, una distorsión del Código Penal y pueden interpretarse como una conculcación de los principios constitucionales que garantizan a los ciudadanos el derecho a su juez natural y prohíben los tribunales de excepción.

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El nuevo artículo 216 bis del Código Penal constituye, tanto en su aspecto penal como en su dimensión procesal, una pieza adecuada para ocupar el lugar preferente en un museo de los horrores jurídicos. La conspiración la proposición y la provocación para delinquir, definidos en los artículos 3 y 4 del Código Penal como punibles al lado del delito consumado, el delito frustrado y la tentativa, son transmutados en delitos sustantivos y emparejados con la apología, una de las figuras más etéreas, imprecisas y caprichosas que los penalistas han inventado nunca. De añadidura, las instalaciones, maquinarias y enseres de los periódicos y de las emisoras de radio son objeto de un tratamiento que nuestro Código Penal había reservado hasta ahora a las casas de prostitución. Así como los tribunales pueden decretar «el cierre temporal o definitivo del establecimiento o local» dedicado al oficio más viejo del mundo, la ley de Defensa de la Constitución también faculta al juez para ordenar, a petición del fiscal, el cierre provisional del medio de difusión ínculpado o para decidir, si lo creyera procedente, la ocupación material de esas instalaciones, consideradas como «instrumentos del delito». El legislador lleva el paralelismo hasta sus últimas consecuencias. Porque sí es criminalmtnte responsable «toda persona que, a sabiendas, sirviera a los mencionados fines» en los locales de prostitución, no hay razón para que sus homólogos en periódicos y radios desde los empresarios hasta los repartidores y quiosqueros, pasando por los redactores y empleados administrativos sigan disfrutando de la responsabilidad en cascada que singulariza, en todos los ordenamientos civilizados, a los autores de los llamados delitos de imprenta.

Parafraseando el viejo dictum de ni un día sin línea, cabe decir que en la nueva disposición contra la libertad de expresión no hay una línea sin afrenta. No es el juez, sino el fiscal, y, por consiguiente, en última instancia el Gobierno, quien decide en realidad el cierre provisional del medio de difusión -antes del juicio-, alterando así los principios básicos de actuación de magistrados y fiscales. Y la atribución de la competencia de estos delitos a los juzgados centrales y a la Audiencia Nacional consagran de hecho, a través de la vía indirecta de la jurisdicción especializada, esos tribunales de excepción o especiales que el artículo 117 de la Constitución taxativamente prohibe.

Al presidente Leopoldo Calvo-Sotelo; al ministro de Justicia, Fernández Ordóñez, y al resto del Gobierno monocolor de UCD hay que agradecer este explosivo regalo destinado a dinamitar la libertad de expresión y a hacer saltar por los aires un derecho que constituye, en cualquier país democrático y civilizado, la clave de arco de las demás libertades. Pero también los líderes, dirigentes y diputados de la oposición que han votado la ley, y sin cuyo concurso el Gobierno no se hubiera atrevido a imponer una norma cuya ejecución e interpretación va a manejar en exclusiva, merecen el reconocimiento de los periodistas, eventuales compañeros de juzgado o de cárcel de los «dueños, gerentes, administradores o encargados» de todo lo que se quiere reprimir. Con toda cortesía y gentileza, no se nos ocurre otra forma de manifestarles nuestra gratitud que devolverles simbólicamente el aplauso con que los señores diputados, puestos en pie, el miércoles 2 de febrero, reconocieron su deuda con esos informadores de periódicos, revistas y radios a los que ahora invitan a ponerse la mordaza.

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