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Hacia una Europa fuerte e independiente

A los jefes de Gobierno de los diez países que componen la Comunidad Económica Europea (CEE) les es actualmente más fácil seguir una línea común en cuestiones internacionales que en lo que respecta a la resolución de sus problemas económicos nacionales y comunitarios. E incluso cuando llegan a un acuerdo sobre las medidas a aplicar en Europa para hacer frente a la crisis económica, bastantes de ellos tienen grandes dificultades para conseguir que sus respectivas sociedades acepten las amargas medicinas necesarias.Sin embargo, ¿cómo se va a respetar la opinión de Europa en las cuestiones internacionales, si los cimientos económicos de la Comunidad Europea de naciones son tan poco firmes? La estrecha interdependencia de los problemas económicos y políticos se ha puesto una vez más de manifiesto en la cumbre europea celebrada en Maastricht, encuentro instructivo a pesar de la ausencia de decisiones de alguna importancia.

Los dirigentes de los diez, un sabroso cóctel de socialistas, liberales, conservadores y cristianodemócratas, dan la impresión de llegar con sorprendente facilidad a un acuerdo sobre principios y políticas económicas. Todos ellos están convencidos de que para fortalecer sus economías, fuertemente sacudidas por el radical cambio dado en las relaciones de poder económico mundiales, hará falta una lucha de varios años.

La opinión unánime es que, en este período, la prioridad común debe consistir en una política monetaria y fiscal seria con el objetivo de combatir la inflación, al tiempo que habrá que reorientar el gasto público y privado hacia la inversión en actividades productivas. Hay que regularizar más satisfactoriamente los sistemas de índices de precios y hay que limitar los costes de producción (salarios). Las «hermanas listas» (con Alemania a la cabeza) han seguido esta política de manera consistente; incluso las «hermanas tontas» (incluyendo a los británicos y a los italianos) dicen actualmente que quieren hacer lo mismo.

Aunque no siempre es fácil hacer lo que se dice, el éxito de las «hermanas listas», y en especial de los alemanes, es impresionante y alentador. Este grupo de países europeos ha seguido una estrategia cuya principal prioridad ha sido la lucha contra la inflación; han aplicado para ello una política monetaria y fiscal prudente, al tiempo que un fuerte consenso social ha posibilitado la limitación salarial.

Las prioridades económicas del segundo grupo de naciones europeas han sido la lucha contra el paro y una política de rápido crecimiento y un reparto de la riqueza socialmente «justo». El resultado ha sido que el primer grupo ha conseguido todos sus objetivos, más los del segundo grupo, mientras que las «hermanas tontas» han fracasado totalmente. Pero la cuestión es si las «hermanas tontas», con sus malas costumbres profundamente arraigadas, van a aceptar ahora las medidas prudentes que les recomiendan sus propios dirigentes.

La respuesta variará seguramente de un país a otro, de acuerdo con su situación intema respectiva. Desgraciadamente, las instituciones de la Comunidad no tienen poder para imponerles una política razonable a los países miembros. Ni siquiera puede hacerlo el Sistema Monetario Europeo; en este sentido, ha defraudado totalmente a sus creadores.

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El Sistema Monetario Europeo ha logrado regular de manera más satisfactoria los tipos de cambio y ha conseguido que sea imposible devaluar la moneda por causas de competencia de mercados; es un logro nada despreciable. Pero no ha logrado imponer a los países miembros una política económica común que defendiera el sistema monetario basado en unas paridades fijas. Ha sobrevivido la unión monetaría, pero no conducirá a la unidad europea, ni siquiera a una política económica común. En ese sentido ha fracasado, al igual que fracasó la unión aduanera.

Nada de esto sería desastroso si viviéramos en un mundo estable y en paz y si dispusiéramos de un tiempo ilimitado. A pesar de todas sus imperfecciones, las instituciones europeas, tal como están hoy en día, son aún bastante útiles: han permitido la adaptación de Europa a una situación económica mundial radicalmente diferente y muy desfavorable sin las guerras económicas de aniquilación mutua que se hubieran desatado de no existir la Comunidad. Por ahora, la CEE ha logrado mantener bajo control las desastrosas tendencias espontáneas al nacionalismo económico, que aún persisten.

Desgraciadamente, en los últimos años ha tenido también lugar una segunda revolución drástica en las relaciones internacionales de poder. El ascenso de la Unión Soviética a categoría de superpotencia, así como la inestabilidad del Tercer Mundo exigen una fuerte presencia europea a todos los niveles, en apoyo del poder norteamericano, si se quiere mantener orden en el mundo.

Pero Europa no va a poder desempeñar esta función, convirtiéndose de nuevo en una potencia mundial real si la Comunidad se ve dividida por pequeñas rencillas y si los países europeos no pueden fortalecer sus economías. Si Europa no puede hacer frente a la crisis económica mundial no podrá tampoco hacerlo con la crisis política y de poder. ¿Tenemos que seguir dependiendo, como siempre, de nuestros aliados norteamericanos?

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