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De vuelta a Merimée

Los acontecimientos del 23 de febrero en el palacio de las Cortes y sus ramificaciones en algunas capitanías generales han sido objeto de abundantísimos comentarios e interpretaciones que van desde lo más, obvio y genérico (tentativa de instauración de una nueva dictadura militar, de abolir el régimen actual de libertades democráticas, etcétera) hasta lo más selecto y concreto (apoderarse, por ejemplo, del bote de los camareros del bar de los diputados). Sorprendentemente, ninguno de los editoriales ni análisis políticos que han llegado a mis manos apunta a la hipótesis que, a la luz de las pruebas de que hoy disponemos, me parece no obstante más clara: la de una conjuración minuciosamente tramada por los servicios de nuestra Dirección Nacional de Turismo.Como es de dominio público -notoriedad avalada además por una serie de encuestas científicas realizadas en diferentes países industriales-, el atractivo o gancho turístico (le un país respecto a sus visitantes potenciales actúa en función directa a la intensidad de su color local, al grado e impacto de su exotismo; esto es, cuanto más insólito, impresionante y abigarrado sea, mayor será su incentivo sobre esa masa amorfa de occidentales y japoneses, cuya elevada renta per cápita se compensa inexorablemente, es verdad, con la angustiosa monotonía y uniformida.d de su vida diaria. Si los factores climáticos y económicos entran indudablemente en juego, el elemento decisivo en la elección del lugar visitado será con todo, según respuesta unánime de los ordenadores, el cebo misterioso ejercido por aquellas naciones cuyos usos y rituales peculiares y extraños cautivan la imaginación.

Lo ocurrido en España después de la muerte de Franco ilustra perfectamente el fenómeno. Convertido en el primer centro turístico del mundo a lo largo del régimen anterior, su promoción sistemática por las grandes agencias de viaje obedecía menos a la asiduidad del sol, el bajo índice de sus precios o su poderosa infraestructura hotelera, que a una serie de razones y causas más o menos vinculadas al carácter vistoso, singular y anacrónico de las prácticas e instituciones vernáculas. ¿Qué otro país de la zona en que nos hallamos situados podía ofrecer, en efecto, al forastero un conjunto de particularidades y rasgos tan rico y variopinto como el nuestro? Por no detenerme en los más corrientes y trillados, captados ya por los escritores románticos europeos, me limitaré a señalar unos cuantos: ¿qué jefe de Estado, fuera del difunto Generalísimo, emprendía construcciones faraónicas como el Valle de los Caídos, se autoproclamaba caudillo por la gracia de Dios y viajaba acompañado de la mano de santa Teresa conservada en un tarro de formol?, ¿qué sociedad si no la nuestra podía jactarse de una Iglesia que recibía a matarifes bajo palio, de una censura que cubría escotes, reducía culos y aplanaba tetas, de un sistema educativo detenido en las súmulas de santo Tomás, de un cirujano playboy tan novelable -ya que no nobelable- como el ubicuo marqués de Villaverde? Todos los atributos y elementos del sistema de que gozábamos -garrote vil, discursos de Girón, homilías de monseñor Guerra Campos, etcétera-, convenientemente divulgados por nuestra vasta red de agencias turísticas, alimentaban las fantasías escapistas y exóticas del norteamericano, francés, alemán o escandinavo ciudadanos de países ricos sin duda, pero desesp eradam ente aburridos y sosos breakaway, dépaysement, que, condensados en aquel popularísimo lema del Spain is different, motivaban una pacífica invasión anual de decenas de millones devisitantes.

Murió Franco, se desmanteló el régimen sui generis en que vivíamos, nos pusimos a la hora europea, decidimos modernizarnos, y ¿qué ha ocurrido? Dejamos de interesar. En unos pocos meses el país se transformó en un Estado europeo más, con su constitución, elecciones, partidos, sindicatos, destape, cine porno, proyecto de divorcio, circulación sin trabas. Nuestros huéspedes ultramarinos y transpirenaicos nos contemplaban perplejos y no ocultaban su desencanto: por ver lo que diariamente veían en París, Copenhague, Armsterdam o Colonia, decían, mejor haberse quedado en casa.

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Una tras otra, las grandes agencias de viaje transmitieron su severo dictamen a nuestros organismos oficiales: «Esto ya no se vende». La democracia carecía de alicientes, el Rey era modesto, honrado y decente como un monarca sueco, el porro parecía tan popular aquí como en Londres o Escandinavia: horror de los horrores, España dejaba de ser España. Ante la alarma que cundía en el ramo hotelero y todo el sector servicios, nuestros responsables se estrujaban el cerebro para encontrar una salida: ¿cómo recuperar nuestra marchita seducción, cómo rehacer la perdida imagen turística? Se barajó en secreto un cúmulo de posibilidades: ¿nombrar a Juanlta Reina para el puesto de Josep Meliá?, ,montar un lucido y aparatoso auto de fe contra las incautas destapadas de Interviu?, ¿armar una breve, pero cruenta guerra civil entre cántabros y astures, murcianos y cartageneros?, ¿hacer salchichas de Francfort, para ejemplo, con las nalgas de un travestido? Ninguna de las propuestas parecía suficientemente efectiva para restablecer la situación. Un deterioro tan grave y profundo requería una terapéutica enérgica, de efectos semejantes al electroshock.

Algún catador de españoladas y entremeses musicales del siglo XIX alumbró la idea genial. Repetir con toques esperpénticos el golpe de Pavía, montar un grandioso espectáculo teatral en el edificio del Congreso. Una vez aceptada la propuesta por voto unánime de sus colegas, se procedió a la disposición de la escena conforme a las pautas infalibles de Merirnée. El protagonismo del acto debía recaer en esos guardias civiles popularizados por los romances lorquianos, cuyo uniforme estrafalario tanto fascina a los extranjeros. Se eligió al galán más idóneo para la circunstancia en razón de su bizarría, el brillo de su tricornio, la forma de sus mostachos. La irrupción de los actores en el hemiciclo, pese a algunas voluntarias concesiones al western de Sergio Leone, debía conservar un carácter genuinamente hispano: giros idiomáticos castizos, ademanes chulescos, desplantes taurómacos, empleo generoso de tacos. Los conspiradores se pusieron al día en materia de técnicas escénicas y artificios teatrales: referencias al happening, Living Theater y Stanislavsky filtraban sotto voce de los locales donde se reunían clandestinamente. Se discutía la posibilidad de enaltecer el evento con música de Bizet o un dúo de zarzuela, de agregar al grupo de actores a algún torero nostálgico del franquismo o alguna gitana de derechas. Cuando se llegó a un acuerdo tocante al libreto y coreografía del golpe, el cerebro del compló se aseguró de la presencia en el hemicilo de los servicios televisivos necesarios a la difusión urbi et orbi del espectáculo. Mientras el teniente coronel Tejero y su elenco resucitaban briosamente la España de charanga y pandereta, cerrado y sacristía, en los despachos de la Dirección Nacional de Turismo se brindaba con champán el éxito rotundo de la operación.

Pues la conjuración no ha fracasado como ingenuamente se dice y escribe, ha triunfado en toda la línea: es la vuelta a Carmen y don José, el sainete de Ramón de la Cruz, los guapos, tempranillos, bandoleros y espadones bajo la batuta de un telegénico barítono trovador. De la noche a la mañana, los españoles que ilusamente vivíamos bajo el emblema de la modernidad y democracia hemos sido violentamente descabalgados de la montura para volver a ser lo que somos, de acuerdo a los deseos y preferencias de quienes nos visitan y admiran: súbditos de un país pintoresco y folklórico, en el que se secuestra en eurovisión al Gobierno y al Parlamento, donde se representa a lo vivo y a los cuatro vientos la eterna farsa de Valle-Inclán, donde lo increíble y grotesco se eleva a categoría artística y modelo de vida y, gracias a todo ello -tricornio, pólvora, cencerrada-, vendemos la imagen que gusta, volvemos a interesar.

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