Tiros contra Reagan
LA NOTICIA del atentado contra Reagan, a la espera de ulteriores investigaciones, es ya atribuida a la mano de un loco y se ve rodeada a la hora de cerrar esta edición de una cortina de silencios e interrogantes. Miles de folios de cientos de expertos dedicados a demostrar que Lee Harvey Oswald, el asesino de Kennedy, era también un loco individual no han bastado para eliminar a la población americana, a la población del mundo, la sensación de que en estos casos la trascendencia del hecho mismo sobrepasa la de quien lo originó. Un loco quizá -¿quizá un conspirador?- segó la vida de John F. Kennedy e imprimió con su acto un giro inverosímil a la historia del mundo, al tiempo que fabricaba uno de los mitos políticos más imperecederos de la Humanidad. Un loco -¿quién sabe?- ha estado a punto de acabar con la era Reagan cuando ésta no ha hecho sino comenzar.El atentado no debe por eso ser minimizado, y valdría mejor, en cambio, que aprendiéramos algunas lecciones inmediatas del hecho. La primera de todas, que no hay servicio de seguridad y de policía en el mundo tan perfecto que sea capaz de prever todos y cada uno de los actos violentos que las gentes son capaces de hacer, y que ni siquiera el hombre más poderoso de la Tierra puede considerarse a salvo de una bala terrorista o de un ataque personal. Esta meditación sobre la futilidad del vivir seguro que algunos tanto gustan predicar gana todo su valor en los actuales momentos de España, y debería servir para que alguien aprendiera algo sobre estas cuestiones tan inútilmente debatidas entre nosotros en los años recientes. La segunda lección es sobre la condición misma de los presidentes norteamericanos y sobre el funcionamiento de su sistema político. Tan curioso que un vicepresidente, como dijera De Gaulle en sus memorias, parece no tener otra misión que esperar la muerte del presidente para sustituirle. Tan eficaz que no existe en momento alguno ese vacío de poder deseado por los salvapatrias que en seguida quieren sacar tanques o misiles a la calle y arreglar así las situaciones.
La estrategia Reagan, con toda su larga teoría de relaciones internacionales, la vida y la miseria de millones de personas, han estado por unos momentos en el gatillo de un orate. No consuela en absoluto saber que estas cosas pasan, también al otro lado del Atlántico. Pero parece evidente que nadie va a sacar como consecuencia de este atentado que los norteamericanos «no están preparados para el autogobierno». Lo que discierne a las sociedades civilizadas de las salvajes no es la comisión de crímenes, sino la impavidez de la estructura social frente a la amenaza de la violencia. Morir a tiros seguirá siendo el riesgo de todo presidente norteamericano que cumpla con la más elemental de sus obligaciones: estar a pie de obra, dialogar con la calle, a la que representa.
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