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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Deberes y derechos del contribuyente

EL ADELANTAMIENTO en este año de la fecha que abre el período de presentación de las declaraciones sobre la renta dará ocasión al Ministerio de Hacienda para recordar más pronto a los ciudadanos de este país sus obligaciones como contribuyentes. Otra vez, así pues, será necesario señalar que en un sistema de libertades no existen razones éticas y políticas que justifiquen la eva sión de los impuestos y la defraudación fiscal. Porque el ejercicio de los derechos que un régimen pluralista reconoce a los ciudadanos exige, como contrapartida, el cum plimiento de los deberes que las leyes, aprobadas por los representantes de la soberanía popular, elegidos por sufragio universal, establecen con carácter general. Sin duda, la exigencia de que cada cual contribuya, en pro porción a sus ingresos, al sostenimiento del Estado -la Administración civil y militar, las comunidades autóno mas, la Administración local, la Seguridad Social- y al gasto público dedicado a la inversión o a la redistribución figura entre las principales obligaciones de una sociedad libre.Es cierto, por lo demás, que no faltan argumentos o pretextos para enfriar la buena voluntad de los contribuyentes y para disuadirles de que declaren honesta y fidedignamente. En nuestro país existe todavía mucha evasión y defraudación fiscal, localizada fundamentalmente en la parte más elevada de la pirámide de ingresos, y siguen siendo las clases medias, sobre todo los funcionarios, empleados y trabajadores que reciben sus retribuciones en nómina, y a los que se retiene obligatoriamente un porcentaje de los sueldos, las más exactas, y forzadas pagadoras de los gastos comunes.

A este respecto, la decisión del Gobierno de suprimir el carácter público de las listas de contribuyentes, con el argumento de que pueden facilitar su sucia tarea a secuestradores o extorsionistas, resulta altamente insatisfactoria. No es probable, por ejemplo, que los secuestradores de Pedro Abreú o de Luis Suñer precisaran del Ministerio de Hacienda para conocer la buena situación económica de sus víctimas. En cambio, el ocultamiento de las listas de los contribuyentes elimina un poderoso factor de presión moral y social sobre los declarantes, sometidos no sólo a las inspecciones fiscales, sino a los agravios comparativos de sus vecinos. Es dudoso, por lo demás, que el decreto-ley que prepara el Gobierno para dar fuerza normativa a su decisión pueda tener el efecto retroactivo que se le Pretende atribuir, ya que las declaraciones presentadas en 1980 sobre los ingresos de 1979 fueron realizadas desde la expectativa de su publicidad. De otra parte, la proyectada ley de infractores, destinada a compensar el carácter secreto de las listas, se limita a poner en la picota a los defraudadores y evasores que rozan el Código Penal. Desgraciadamente, la ausencia en el pasado de sanciones rápidas y ejemplares contra los infractores -¿qué ocurrió con Cruyff?- mueve a un cierto escepticismo sobre la eficacia de la medida.

Pero no se trata tan sólo de la desigualdad en el reparto de las cargas fiscales, en beneficio de los defraudadores ilegales o de los muy ricos, que disponen de instrumentos jurídicos para la evasión legal, o de la irritación que producen los agravios comparativos. Porque los ciudadanos a quienes se exige el deber de contribuir tienen además derecho a que la Administración gestione con transparencia los fondos públicos y asigne esos recursos de manera eficaz y equitativa.

Los famosos gastos corrientes no.son, en buena medida, más que los sueldos, dietas y remuneraciones que el Estado -los gobemantes, los cargos elegidos por sufragio en el Parlamento, las comunidades autónomas y los municipios, los funcionarios de la Administración civil y los miembros de la Administración rnilitar, la Seguridad Social- dedica ásu mantenimiento.

La resistencia de UCD, fieramente capitaneada por su intrépido portavoz parlamentario, Miguel Herrero, a un régimen amplio de incompatibilidades muestra hasta qué punto el dinero de los contribuyentes puede llegar por diferentes canales -como funcionario, como parlamentario, como concejal, como consejero de varias empresas públicas y como asesor ministerial- a un mismo e hipotético destinatario. Pese a los encomiables gestos realizados durante las últimas semanas por Leopoldo Calvo Sotelo para recortar gastos corrientes, todavía hay demasiado despilfarro y boato en nuestra esfera pública. Hacia el futuro, los racionalizadores de las autonomías no deberían olvidar que la multiplicación de unos Parlamentos de utilidad más que dudosa puede costar varios miles de millones de pesetas a los contribuyentes.

Pero los escándalos no se circunscriben a los cargos inútiles, a los empleos nepotistas, a los funcionarios, asesores o contratados que sólo acuden a su lugar de trabajo para cobrar a fin de mes, y a esos latifundistas del Estado que se niegan a perder sus ingresos públicos múltiples. Las cuantiosas pérdidas de muchas empresas del sector estatal, desangradas por la ineficiencia y por las nóminas infladas, son otros desagües en los que se pierde el esfuerzo de los contribuyentes. Los proyectos absurdos y los elefantes blancos -¿cómo no recordar el déficit de RTVE y de la Prénsa del Movimiento?- constituyen, igualmente, sanguijuelas para el Tesoro.

De otro lado, los contribuyentes que cumplen con sus deberes fiscales tienen también derecho a que el gasto público se aplique a mejorar sustancialmente la asistencia sanitaria, a extender la ensenanza públicá (tan descuidada en favor de los colegios religiosos), a enderezar la situación de la universidad y de la investigación, a promover la elevación cultural de la sociedad, a convertir a la televisión en un vehículo de educación democrática y cívica, a limpiar nuestras playas, nuestros ríos y nuestra atmósfera, a hacer más seguros, cómodos y abundantes nuestros transportes públicos, a conservar y ampliar la red viaria, a garantizar una cobertura mínima a los desempleados y una vejez digna a los jubilados y pensionistas, a promover mediante inversiones públicas la creación de empleos. Porque la gente pagará con gusto, además de por obligación, cuando tenga la absoluta certeza de que su dinero va a ser administrado con parsimonia, eficacia y honradez, y va a ser aplicado a servicios públicos o a creación de riquezas.

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