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Carmen Sevilla, ¡chup!, ichup!

Ya no cabía ni un alfiler más en la hermosa sala madrileña Windsor para asistir a la reaparición de Carmen Sevilla. Incluso el escenario se encontraba repleto de flores. Y ella reapareció puntualmente, de blanco y claveles, rebosante de todas las peripecias populares sin crepúsculo. Con su sonrisa expansiva y sus manos de aire. Reconocida en un aplauso de sobresalto.Canciones de quereres fieles. Una voz conocida de memoria, un poco torturada por la orquesta, más dispuesta al pellizco que a la deletreada caricia. ¿De dónde procede esa ambigüedad interpretativa, esa indecisión central en cuanto a la dicción? Tal vez es una forma de entender la libertad. Pero lo cierto es que, desde el comienzo, Carmen Sevilla segregó más calor y color con su presencia que con su cantar.

Es tan acaparadora la memoria, tan esencial cuando se vive de ella, que hay que pasar de Violetas imperiales al saludo a Estrellita Castro, pimpante y presente en la sala: «Ella me enseñó la disciplina y a tener respeto al público». Nada de eso se ha apergaminado en Carmen Sevilla, pese a las muchas horas pasadas encima de un reclinatorio. Por lo menos, cuando interpreta lo que ha cantado últimamente por América Latina

Para que nos quedemos también contentos, no cesa de cambiarse de ropa: blanca, verde, negra, azul... El personal no para: «¡Guapísima!». Y ella estren a no sólo vestidos, sino también canciones: Discúlpame. Y suplica al que pilla por delante: «No, no, no te vayas, amorcito...».

Hay buen baile flamenco entre traje y traje. Y bailarines televisivos para escenificar la historia de Monsieur Dupont. O palabras taj antes ante el cambio imposible del otro: «Caramelos no los quiero ya...». Negación obsesiva, No me mientas, gusto y disgusto, cariño trianero y maduro monólogo interior: « ¡Ay, Carmelilla, qué maravilla!». El hijo de la legendaria folklórica se lanza al escenario para besarla. Ella baila y baila, alzando los volantes hasta el límite ¡limitado, hasta que el público se levanta, piropea y aplaude. Ella lo dice: «Se acabó».

Algún nostálgico, inclinándose sobre esta ofrenda, murmuraba al final: «Siempre ha sido poquita cosa, pero es muy guapa y se hace querer». Sin maldad, añadía: «¡Chup! ¡Chup!».

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