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Reportaje:

Satisfacción en Castellar de la Frontera (Cádiz) por la resolución de un pleito que duraba 430 años

La histórica disputa de vasallos y señores -subdividida en numerosos litigios derivados de un mismo pleito común- enfrentaba a los 2.200 vecinos de Castellar con los condes del mismo nombre, primero; con los duques de Medinaceli, después, y con la empresa Rumasa, finalmente, en una lucha contra el dueño de 16.000 de las 17.700 hectáreas que componen el término municipal, es decir, dueño del que muy probablemente es el mayor latifundio de Europa: la Almoraima.El origen del pleito se encuentra en el primer cuarto de¡ siglo XVI, cuando Juan Arias de Saavedra, señor de Castellar -luego conde de igual título-, otorgó determinadas tierras a los habitantes de¡ pueblo para que las sembraran, labraran y se beneficiaran de sus frutos. Años después, los vasallos se dirigieron al conde para quejarse de que «las tierras están flacas" y rogarle que se las cambiara por otras situadas en el llano, concretamente en la dehesa de Majarazambus. Así se hizo.

El remedio fue peor que la enfermedad, porque la dehesa esta a alejada de la fortaleza y era presa fácil para las incursiones de los piratas berberiscos que acosaban Gibraltar. «Estamos tan cerca de la mar que de un día a otro pueden acontecer las desgracias que ya ha habido», se lamentaban los vecinos, añadiendo que a causa de la lejanía de las tierras y la villa «es más el trabajo de ir y venir que lo que recogemos». De modo que el arrepentimiento del vasallaje fue aceptado por el conde.

Complicados pleitos

Estos derechos de aprovechamiento son los que han provocado complicadísimos pleitos (se ha llegado a discutir si una o del texto de la escritura de concordia no debía interpretarse como y ), en los que, en general, los vecinos han tenido siempre las de perder, y han perdido durante siglos hasta el acuerdo Rumasa-Felipe González, que fue rubricado el martes 17 de marzo ante el juzgado y que proporcionará al común de los vecinos más de seiscíentas hectáreas. Por una vez han ganado los de abajo, después de haber sido derrotados en todos los juicios. Diego García, el machero, experto capador, lo explicá con intuición de setenta años campesinos: «Mejor coger esto que han acordado, porque el Ayuntamiento no tiene posibles para seguir con los pleitos. Además, la casa tiene mucho dinero y el dinero siempre ha ganado».

Esta expresión, la casa, llena del temor reverencial y la sorda protesta de los perdedores seculares, refleja la situación de Castellar de la Frontera bajo sus sucesivos señores. En el caso de los duques de Medinaceli, su poderío llegó a imponerse incluso a la Iglesia, que en 1905 tuvo que reconocerles como amos absolutos de la iglesia de La Almoraima y del convento de los Mercedarios, que tres.siglos antes había fundado, «abrasada en el celo de Dios», la condesa de Castellar. Sólo cuando pretendieron privar al pueblo de su Cristo de la Almoraima casi se produjo una rebelión del vecindario, que consiguió retener su imagen gótica y melenuda.

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A partir de la décadá de los sesenta se producen cambios sustanciales en Castellar: los vecinos descubrieron, con motivo de las obras de la presa sobre el río Guadarranque, lo que es la Seguridad Social, la estabilidad en la relación laboral, la jornada de ocho horas. Más tarde, el IRYDA colonizó setecientas hectáreas en el valle y allí se trasladó el nuevo Castellar de la Frontera, formado por colonos pobres instalados en tierras pantanosas que apenas dan para vivir. También en esta fecha, 1972, La Almoraima es comprada por Rumasa, que empieza por prohibir la caza a los vecinos.

Otros tiempos

Pero eran, decididamente, otros tiempos. Un hombre, Antonio González, empleado de Obrás Públicas, iba a aglutinar el descontento popular, creando la sociedad de caza El Faisán, con sede en su propio domicilio, que iba a promover el último pleito, después asumido por el Ayuntamiento, contra la propiedad. Mientras el proceso seguía su habitual curso. lento, se iniciaron negociaciones con Rumasa, que al.principio ofrecía 75 hectáreas para arreglar el conflicto. Durante este tiempo, el empleado se había hecho del PSOE («primero vinieron a buscarme los de UCD») y fue elegido alcalde en abril de 1979.

Entonces tuvo una idea pintoresca: pedir ayuda a Felipe González. «Algunos companeros del PSOE me pusieron de loco, diciendo que cómo iba yo a llegar a Felipe y que, de todas formas, estaría muy atareado, pero resultó que le interesó mucho el tema». Con un dictamen jurídico de Leopóldo Torres en la mano, el secretario general del PSOE se puso a gestionar una fórmula transaccional, que fue finalmente aceptada por Rumasa y que sólo necesitaba ya ser formalmente rubricada.

Como es costumbre en él, Antonio Goñzález reunió a todo el pueblo. Menos veinte vecinos, todos los demás se pusieron a la cola para firmar el documento. Manuel León explica así el porqué de la casi unanimidad: «El pueblo lleva razón en el pleito, pero se veía una cosa oscura y que podíamos perder. Con el pleito no íbamos a coger ni una piedra. Por parte de Rumasa ha sido una decisión política, debido a la influencia de Felipe y a que no quieren más follones con los vecinos». Así se comprende que hayan ofrecido más tierras que las solicitadas por los propios demandantes.

Los vecinos están contentos (sólo del descorche se pueden sacar de la finca veinticinco millones de pesetas, siendo el presupuesto del Ayuntamiento de diez), aunque haya un málestar inmediato porque las parcelas del IRYDA son de baja calidad y un malestar profundo por haber tenido que abandonar el viejo pueblo de casitas blancas, callejuelas empinadas llenas de macetas y con nombres hermosos (corralete, rosario, alta, arriola), encaramadas alrededor de la fortaleza, para vivir en un poblado de colonización limpio y aséptico,, con discoteca y piscina, dos guardias municipales y una iglesia más bien horrible.

El Castellar histórico es hoy un fantasma en el que se cobijan hippies y marginados de varios países, buscadores de tranquilidad y amantes de la naturaleza. Entre sus calles puede uno encontrarse con un joven alemán que va fumando un porro y se niega a ser fotografiado, ese sobrino del teniente general Díez Alegría que va a montar una tienda de ultramarinos, sevillanos que han bautizado como Triana a la ladera en la que se han instalado o, de noche, visitantes aburridos del bar El Agujerito, que proceden de La Línea y Algeciras. Todos ellos orillados por el embalse, abajo, con la sombra gris del peñón de Gibraltar al fondo y cobijados por un castillo-fortaleza en deplorable estado de conservación, pese a ser monumento histórico-artístico desde 1963.

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