La ilustración que no cesa
Moratín iba por el buen camino. Vivió en una época (1760-1828) en la que, a fragmentos, y siempre entre asperezas y persecuciones, pudo llegar a pensarse en una renovación de España, en una apertura a la libertad de pensamiento, en la posibilidad de recoger algunas de las ideas de los enciclopedistas y en desterrar la barbarie tradicional. Trabajó en favor de todo ello. Una de sus cinco obras de teatro, La mojigata, se representa ahora en una versión de Juan Antonio Hormigón, que ha ayudado con algunas supresiones y algún añadido y con los recursos de acentuación de escenas y personajes propios de un director de escena a aproximar aún más el pensamiento liberal y abierto dé Moratín y a limpiarlo de lo que ahora podrían parecer contradicciones.En realidad, Leandro Fernández de Moratín impulsaba una revolución burguesa, comenzaba a dar aliento a la mesocracia y era un moralista aplicado a la corrección de costumbres con un sentido irónico que le daba la admiración por Molière -de quien fue traductor-. En La mojigata hay una composición neoclásica con un eje de simetría: dos padres, dos hijas. Uno de ellos, «ilustrado», ha dado a su hija una educación en libertad (dentro, evidentemente, de lo posible), con disposición de sí misma; el otro, en cambio, poco culto -desdeña el libro-, ha educado a la suya en la tradición: la destina al convento (no sin la oculta intención de quedarse con su fortuna).
La Mojigata, de Leandro Fernández de Moratín (1804)
Intérpretes: Raúl Freire, Miguel Palenzuela, Angel de Andrés, Rafael Alvarez (el brujo), Setrak Broncian, Rosa Vicente, Pilar Puchol, Pilar Bayona (Compañía de Acción Teatral, Madrid). Escenografía y figurines: Tomás Adrián. Dramaturgia: J. Ordax y J. Ocina en escena: Juan Antonio Hormigón. Estreno: Teatro Español 20 de marzo de 1981.
Lo que ha conseguido el primero es un ser humano bondadoso y acertado; el segundo, una mojigata hipócrita, que ha de fingir y disimular y engañar a su padre. Cuando llega la prueba de un galán cazador de dotes, calavera, pícaro y truhán, la muchacha educada en libertad le rehúye, la mdjigata cae en la trampa. Todo el esquema es anticalderoniano. Y el motor de la sociedad deja de ser el honor para ser el dinero. Suficiente todo para que la censura de los malos períodos tuviera secuestrada esta obra, aun después de la muerte de Moratín.
Moratín no sólo innovaba una ideología en escena, sino también una manera de hacer teatro. Su verso era llano y sencillo, coloquial -y el lenguaje de Moratín es uno de los grandes ejemplos del buen uso del castellano-, y trataba de introducir una manera de naturalismo; lo que correspondía al auge de la clase que retrataba y a la lucha contra el artificio enfático del fanatismo anterior -que todavía sobrevivía en los epigonos de Calderón: el mejor, García de la Huerta, con Raquel- y contra la pesadumbre de las reglas convencionales.
La dirección de Hormigón y la dramaturgia de Ordax y Ocina han preferido otra forma de interpretación: la farsa a la veneciana, con supervivencias de la commedia dell'arte, sobre todo en la caracterización del gracioso. Es una manera muy frecuente y, a mi juicio, errónea, de considerar a los autores del pasado, sobre todo en cuanto se les quiere acentuar su carácter de divertidos: un cierto paternalismo, una manera de protegerles exagerando lo que a nuestros ojos envejecidos y nutridos por todo lo que sabemos que sucedió después puede parecer ingenuo. A mi entender, en el caso de Moratin desvirtúa el ensayo de humanismo de su autor, la seriedad con que planteaba un tema o un conjunto de temas que, Por desgracia, están todavía sin resolver -en gran parte- en España.
Puede que, aparte de una estética, en ese intento de comercialización, de intentar entretener al público a toda costa, suponiendo que no soportaría una versión rnás entera. Todo el juego de pequeños gags con que se enriquece la acción va en ese sentido. Hay una hiperdirección, la cual se refleja en la interpretación, de forma que los actores miman de una manera y dicen un texto que no encaja en su mímica, y donde la burla llega por. el camino de la ironía. Así, Rosa Vicente tiene que exagerar la valoración gestual de su personaje doble sin ninguna sutileza, y Rafael Alvarez desborda su gracioso en una forma arlequinesca, con juegos de voz y de expresión corporal que tampoco parecen corresponder a la picardía del personaje: con estos dos ejemplos se quiere decir que una comedia basada en sutilezas de engaños, de ficciones de unos personajes para con otros, se ,convierte en una farsa de intenciones exageradamente ostensibles.
Es evidente que todo clásico es manipulable -el primero que lo manipula es el público, que selecciona lo que ve y oye con arreglo a su propia actualidad y a su entendimiento, a su conveniencia-, pero que hay unos limites que difícilmente se pueden traspasar sin detrimento para lo representado: el punto en el que la personalidad y la intención del autor va por un camino y la del director y los dramaturgos por otro.
Babelia
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