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La vecindad desde abajo

Si para Sartre el infierno son los otros, ¡qué no cabría decir de ese otro peculiar que es el vecino!, sobre todo cuando la vecindad viene acompañada, como en nuestro caso, por la cualidad de tapón inevitable. Tal vez por ello, los Pirineos, según situaciones y momentos, y tanto vistos desde España como desde Francia, han sabido a poco. Y se ha recurrido a otras barreras protectoras. Hasta hace escasas semanas, el español que llegaba a Perpignan por carretera se encontraba con un estimulante letrero de bienvenida: Espagnols, dehors! Y los grandes partidos franceses, que han hecho de «La France pure et dure» su divisa -el comunista y el gaullista-, acaban de obsequiarnos de nuevo en Estrasburgo con su excepcional -por única y por arrebatada- hostilidad a nuestra incorporación a la Europa comunitaria.Y, sin embargo, ¡qué constancia, qué fidelidad en los amores institucionales franco-españoles! y ¡qué riqueza, qué multiplicidad que hasta reivindica la dimensión sadomasoquista!, el Consejo Real, luego Consejo de Estado; la división territorial en provincias, la sustitución de los municipios libres de la tradición española por la organización municipal a la francesa, la ordenación de la Administración española según el modelo de grandes cuerpos de funcionarios encuadrados en ministerios, las cámaras de comercio, la implantación de organismos autónomos que hoy cubren más de la mitad de la estructura administrativa del Estado, etcétera.

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Pues, de hecho, en los últimos siglos, España apenas ha podido dar un paso sin echar mano del patrimonio institucional de su vecino. Y esta práctica importadora, más allá de diferencias políticas y de antagonismos ideológicos, no ha conocido quiebras. Al contrario. Pocos espectáculos institucionales más conmovedores que el entusiasmo del primer general dictador por los etablissements publics franceses -de cuyo modelo hizo tan abundante uso- o el servilismo mimético de la España del segundo general dictador que, mientras proclamaba su total identificación con las más puras esencias hispanas, copiaba, de la denostada democracia francesa, sin desamparar: una escuela nacional de administración, la planificación indicativa y su comisaría, el fondo de organización y de regularización de mercados agrícolas, al que sólo se le cambiaba mercados por productos, etcétera. Hasta el color de los sectores de aparcamiento controlado copiaron los franquistas de Francia. Y tuvimos nuestra zona azul.

Desgraciadamente, este furor reproductivo en el ejercicio administrativo no ha tenido equivalencia alguna en el ámbito de las ideas. Cuando en el siglo XVIII, aquellos hombres de su tiempo que fueron Jovellanos, Cabarrús, Cavanilles, incluso Feijoo, intentan dar a sus compatriotas unos masajes de modernidad apoyados en el pensamiento enciclopedista francés, la «España eterna» les lanza sus indomables huestes clericales -el padre Ceballos, fray Rafael Vélez, fray Vicente Martínez Colomer que, como el mismo Menéndez Pelayo reconoce, sustituyen la inteligencia por la apologética- y el majismo de la mano de Ramón de la Cruz y de sus sainetes opone Lavapiés a París. Para colmo de perfecciones, un mentecato -probablemente retribuido-, Masson de Morvillers, colaborador de L'Encyclopedie Methodique, al preguntarse ¿qué debemos a España?, moviliza al Estado en la persona de Floridablanca y, a su través, la anémica respuesta de de Forner en su Discurso apologético. Penoso.

Y, con todo, esa abortada tentativa todavía parece a muchos incongruente. El propio Ortega considera que el XVIII es el siglo «menos español de su historia» ' Lo que apuntaría a una cierta incompatibilidad entre la esencia de lo español y de lo francés. Y es que, si nos situamos a nivel (le generalidades y aceptamos la validez de categorías como identidad colectiva, estructura nacional, etcétera, parece que podría afirmarse que la dimensión fundamental del mundo francés del pensamiento es la racionalidad frente a un claro metarracionalismo español.

Con todo, nuestra primera plataforma de lanzamiento intelectual es de resonancias francofónicas -valgan Arrabal, Semprún y Juan Goytisolo como ejemplo- y el universo simbólico ole nuestros creadores últimos sigue teniendo la isla de Francia como. habitáculo -García, Calvo y su Boule d'Or, el periplo exterior de Caronte aguarda, de Savater, etcétera-. Por lo que, a pesar del imperialismo cultural de EE U U y de la polarización cientifico-social anglosajona, si queremos hacer concordar nuestras ideas y nuestras instituciones y dejar de tener vergüenza de que nos acusen de modernos (como nos dice fray Juan de Medina en su Caridad discreta, que le sucedía en 1545) tendremos que pasar de una vez por todas por París. Con todas sus consecuencias.

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