La humillación de Zia
LARGO Y duro, el episodio del avión paquistaní secuestrado ha terminado con la derrota del general Zia, que ha capitulado y cumplido las condiciones de los terroristas: la liberación de 54 prisioneros políticos. La satisfacción de un final feliz de la aventura que ha rozado varias veces la catástrofe -la amenaza de la voladura del avión con los 102 rehenes y sus secuestradores-, y la satisfacción que pueda derivarse de la pérdida de prestigio de uno de los gobernantes más aficionados a la sangre de sus enemigos que hay en el mundo, no deben hacer olvidar el problema de fondo: cada acto de secuestro o de terror que termina con éxito es un estímulo a los aventureros que quieran intentar otra aventura parecida. Hasta el frenesí controlado de Ghadaffi ha sabido zafarse de todas las implicaciones de un suceso de esta índole al negar asilo a los prisioneros liberados y a los secuestradores: sabe que está actualmente en el punto de mira de una acción internacional que le está definiendo como sustentador de terrorismos y, al mismo tiempo, como agente de la URSS en Africa del Norte, y no quiere dar mayores pretextos para la campaña internacional que en cualquier momento puede ser seguida de alguna acción: si no en su propio, territorio libio, en el de Sudán, que ahora controla.Para cubrirse, el general Zia está tratando de ampliar el suceso a la altura de un complot de amplias ramificaciones interiores y exteriores; la capitalización de lo ocurrido será una ola de represiones que anuncia, y que ha comenzado ya con la detención de la viuda y la hija mayor de Ali Bhutto, el jefe del Gobierno al que derribó por golpe de Estado en 1977, y al que dos años después, tras una serie de torturas, mandó ahorcar. Zia trata de relacionar al PPP (Partido del Pueblo de Pakistán, hoy disuelto) y al Gobierno de Afganistán, en cuya capital, Kabul, se detuvo y repostó -según Zia fue abastecido de armas para los secuestradores- el avión. Relacionar al PPP con el terrorismo y con Afganistán no es sólo justificar unas represiones directas -hay ya centenares de detenciones a partir del momento del incidente-, sino también amenazar a los otros partidos que están tratando de formar un frente común de oposición. Fuera de las palabras de Zia no hay ninguna prueba real de que el secuestro fuera algo planeado, y parte de una acción más. Las consecuencias del suceso y de la forma en que han terminado son varias. Una resulta, evidentemente, en el desprestigio y la pérdida de imagen -de la imagen de terror de Estado que se había fabricado- del dictador de Pakistán. Otra, es la interrupción del conato de conversaciones de Pakistán con Afganistán. Se sabe que las relaciones entre los dos países son de gran hostilidad, y que Pakistán sirve de base a las guerrillas contrarias al Gobierno de Kabul y a las tropas de ocupación soviéticas. Pero Pakistán está pagando con la obligación de dar derecho de asilo a los huídos de Afganistán, que se elevan en estos momentos a más de un millón de personas: esta elevación de población repentina en un país de pobreza profunda es grave, pero, además, la naturaleza de gran parte de esta población es guerrera, y las milicias afganas en Pakistán mantienen una actitud de cierta arrogancia que ha creado ya numerosos incidentes. Otra consecuencia es la nueva tirantez de Pakistán con Siria. Las viejas dificultades que tuvo con los países árabes a raíz de la ejecución de Bhutto -cuya liberación fue pedida insistentemente por el mundo islámico- se renuevan con este suceso: al parecer Zia pidió insistentemente a Siria que procediese al asalto sin contemplaciones del avión posado en su suelo; y no sólo se negó el Gobiemo sirio, sino que otros países árabes aconsejaron la negociación.
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